La advertencia no es del todo una descabellada falacia, españoles al cabo; pero tampoco se puede consentir que un puñado de malditos herejes y otro de piratas se salga con la suya… Afortunadamente, el Emperador no se deja amedrentar. Es cuestión de orgullo, es cuestión de poder, es cuestión de dignidad. Por ello, «… otorgó licencia muy amplia…» sin temer la agresión, pues «… tenía gente bastante para se defender…», y las islas, de existir, «… siendo de su corona, las defendería…». Los holandeses insisten —«… yendo un navío de portugueses derrotado, las toparon […], y que no sabían cierto en qué altura ni parage, ni cuántas leguas estarían de su reino»—, sin lograr el cambio de opinión imperial.
El trato ya no será tan cordial. Incluso, la «Relación…» se preocupa por apuntar la campaña de persecución contra los cristianos —desde el paso por allí de san Francisco Javier, algunos había—, de forma que se cruzan con unos criados japoneses vejados, calumniados y repudiados por profesar la religión cristiana. «Bien lo mostró, pues mandó derribar algunas iglesias y conventos del reino. […] Y aunque al principio comenzaron bien, acabaron mal. Y como el Emperador aborrece a los cristianos, todos le quieren agradar. […] y aunque muy diferente de lo que había prometido, de favorecer los cristianos, pues escribe que no gusta de nuestra ley».
Frente a tales roces, es el momento idóneo para poner leguas de por medio. Al fin, comienzan los preparativos para el viaje en busca de las islas Rica de Oro y Rica de Plata. Sin embargo, pese a la política de austeridad —«… en su tierra no se gastó de posadas y otras cosas, y la gente cada uno se sustentaba con su ración; […] mas el dicho Embaxador, con su cordura e industria, lo iba disponiendo de manera, que por un real de S. M. miraba como si fuera un millón…»—, después de tantos meses pululando, los españoles están pelados. A dos velas, vamos.
Tanto que, por este tiempo, pasaron de largo por algunas ciudades con la cuales «el General se escusó de los visitar por no tener qué les dar…». Necesitan contante. O, como poco, sonante. Es urgente «… buscar dos mill taes prestados; y por extraordinarias diligencias que se hicieron, no hubo quien los diese; y ansí le fue forzoso vender su plata y demás cosas de su casa, y prestó cerca de dos mill taes, con que se acabó de prevenir todo». El texto no aclara si quien vendió fue el Príncipe —hijo del Emperador— o Vizcaíno, si bien considerar al primero es una posibilidad, dada la palabra «prestó», a continuación.
Lo importante es que la expedición parte del puerto de Urangava el martes 16 de septiembre de 1612, «… como a las diez del día…». Y no hallaron las anheladas islas. Cansados, hambrientos y desanimados, abandonan la empresa y retornan al puerto de salida, donde encallan a una legua el 7 de noviembre. Sebastián Vizcaíno todavía confía en el éxito de la misión. Sin desfallecer, solicitando financiación, roza el descarado acoso hacia el Emperador. Éste, hastiado de las pretensiones españolas, saturado de rumores alertándolo contra ellos —lanzados por los enemigos que se les acumulan—, esquiva el recibimiento al Embajador, quedando desacreditado, al menos oficiosamente.
Consternado, Vizcaíno se rinde a la evidencia. Ordena a los suyos recobrar el coraje y vender toda posesión a cualquier precio con el objetivo de que «… se aderezase el navío “San Francisco”; y aunque no fuese más de con agua y arroz, se hiciese viage a Nueva España, y se saliese de tierra de gentiles». Es su amigo Mazamuney quien los ayuda, en base a unas aceptables capitulaciones, ante cuyos incumplimientos durante su ejecución «… el General disimuló, porque no sucediera algún gran mal». Y porque está deseando marcharse de allí.
El 27 de octubre de 1613 el navío pone rumbo a Nueva España, avistando el cabo Mendocino el 26 de diciembre y arribando en el paraje de Zacatula.
Firma el documento «… que va escrito en treinta y dos fojas…» el escribano Francisco Gordillo «… en 22 días del mes de Enero de 1614 años».
Éste es el relato de otro tiempo, un relato de viajes y aventuras. De una época en la cual los hombres exponían hacienda y vida en pos de la gloria, la riqueza y la inmortalidad, armados únicamente con el prestigio, el favor y dos cojones, explorando un mundo infinito, todavía desconocido.
Sebastián Vizcaíno, quien afrontó esta hazaña con más de sesenta años, tuvo la suerte de morir entre laureles —insólito en un español— en 1627.
Ahora dígame si no hay aquí material histórico digno de una buena película nacional. Ya vale de tanta Guerra Civil y postguerra.
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