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Mujeres olímpicas

En el Olimpo de la Lírica, Manuel Guerrero es el Padre de todos: quien cuida de los versos, mima a la rima y juega con el ritmo; quien aglutina y ordena; quien dirige y corrige; quien insufla creación poética con el solo compás de su pluma; quien engrandece y crece el verbo, metro a metro; quien anima al pareado, aconseja a la estrofa y acompaña al poema hasta las puertas del mundo, al altar de la luz. Guerrero es lírica, como el sol es calor y día, como la música es sentimiento, como el agua es vida. Guerrero es lírica y es poesía.

Al ser galardonado con el I Premio Internacional de Poesía Breve María Teresa Espasa, Plataforma de Escritoras del Arco Mediterráneo, a través de Lastura, publicó, a comienzos del verano de 2020, un opúsculo dorado, pequeña joya del universo literario y ejemplarizante maestría del arte guerrerense: El mismo mito, la otra voz.

La obra reúne siete poemas, como siete fueron las Pléyades, descubriendo al lector la otra voz de siete protagonistas de la feminidad mitológica, aquellos aspectos que no tienden a relucir en los ditirambos de los compositores del verso, quienes se laurean rimbombantes por los cuadros de la tradición, carentes de vergüenza y decencia, sino que se difuminan en la desechada nebulosa de las musas, ofrecida con esmero y despreciada por la fama.

En «Pandora, el regalo», el poeta reserva su primera canción a la primera mujer no para incidir en la fuga de los males, sino para materializar la empatía y el sufrimiento, el dolor de aquella primera mujer por las que la sucederán: «¿Cómo no he de sentir dolor por las mujeres / que nacerán después de mí…». Porque las cargas y los padecimientos que constantemente se infligen a la mujer, que la mitología ha atribuido a la desmedida evasión de los males y la escritura ha resaltado en la apertura de la caja, son el fruto de una acción previa, de un perverso engaño silenciado, urdido por caprichos y venganzas. Ante tan rotunda realidad, para la primera mujer, para todas las mujeres, «Lo que menos me inquieta es que escaparan / los males de la caja».

Desmitifica también el autor, en «Llámame Europa», la gloria de un nombre idealizado pese a la barbarie de la mujer sometida… o aunque, más bien, la mujer fuera sometida. Sometida por el histrionismo y el artificio. Señuelo de seducción fraudulenta («Finges ser toro manso… / […] / Y así me engañas»), que no se conforma con recibir y prefiere en ansia de tomar. De tal modo, condicionado por una trampa malévola, nada de lo que germine, nada de lo que sobrevenga, podrá gozar de los dones de la credibilidad: «Incierto y triste reino el que has fundado bajo / el rapto de mi nombre».

Con «Las sabinas», Guerrero reprocha la fundación romana, contaminada por un descorazonador arrebato de abuso y opresión, como fue el secuestro de mujeres de la tribu de los sabinos para compensar la escasez de romanas y evitar la desaparición del pueblo. Les concede, con ello, un merecido grito de fuerza: «No, no somos trofeos. / Somos mujeres».

Una destreza mitológica guía al rapsoda, cuando versifica «Proserpina no es feliz en su matrimonio», ilustrando la figura del matrimonio no consentido, emergido del poder y del capricho («Aunque digas que soy la reina de la casa, / […] / yo no te creo nada»), que bien procura enlazar con la formación de la primavera, porque, hasta las más bellas estaciones encierran la cruda verdad del desconsuelo.

La reivindicadora insistencia guerrerense de que la mujer no es una posesión para el hombre a la cual puede seguir y perseguir con voluntad incensurable constituye el cuerpo de «Siringa y Dafne enteras». Poema en el que condensa las deleznables aventuras de los dioses Pan y Apolo, causantes de las funestas desventuras de las ninfas Siringa y Dafne, cuyos cuerpos transmutados en cañas y laureles no dejaron de ser profanados, pues, aun con oposición «Algunos hombres rompen / […] / También los hay que quiebran».

«Ariadna se basta sola» es el impulso del autor a la determinación femenina, a la confianza que toda mujer ha de tener en sí misma. A que ninguna mujer necesita del hombre, si no lo desea. A que está preparada para afrontar cualquier vicisitud, por muy abandonada que crea encontrarse, «como en el oleaje caracolas». A su arrojo y valentía, a su fortaleza interior. Y lo hace Guerrero con cuatro versos que suponen un efecto rotundo, seco e inmediato. Una ennoblecedora rabia contenida que arroja y abraza y alienta.

Concluye «Medusa a punto de ser decapitada» este breviario de la perfección lírica, en el que Guerrero versifica los pensamientos de una Medusa enfrentada a la inminencia de la muerte. Esas milésimas durante las cuales se proyecta la existencia vivaz y vivida. Quizá el más narrativo a la par que más amargo de los siete, el poema sobrecoge el alma y escenifica a una joven víctima de la lujuria y la traición, quien no halló la expiración («no vino a mí la muerte, no vino a mi abandono») y sí la transformación, como nuevo estadio de oscuridad.

El mismo mito, la otra voz no es un homenaje más a la mujer ni una defensa más de la mujer, aportaciones que predominan en la bibliografía guerrerense. La obra es el homenaje y la defensa per se hacia la mujer. Al mejor y más grande de los seres de toda la Creación.