Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Además de las mujeres olímpicas

No vuelva más el silencio
de yugo y de matanza,

MANUEL GUERRERO CABRERA

Resultando ser, Manuel Guerrero, Lírica, su obra trasciende la materia poética, de tangencial corte físico, para adquirir la virtud de la Eternidad. Cualidad ésta que eleva sus versos hacia un infinito superior, espacio profundo que ilumina y domina, universo envidiado que sólo él ocupa y copa, arrastrando consigo la esencia del verso, que protege, que mima, que cuida, que ennoblece, fortalece y engrandece, para, una vez curtido por los dones de su destreza versificadora, liberarlo al mundo, cual patrimonio incorpóreo, metafísico, que el autor no puede permitir, irresponsable por su parte sería, que quede relegado a la opaca fosa del conocimiento.

Siendo Guerrero Poesía, su rima evoca, toca y derrota los más fríos sentidos, las más amargas emociones, y los transmuta, unos y otras, en espíritus que flotan sobre la dicha de la estrofa, catalizados por sensaciones emancipadas del yugo corrector de lo efímero, sensibilizadas por el flujo constante de armonía perfecta, que el autor no puede permitir, negligente por su parte sería, que queden desterrados al nebuloso silencio del discernimiento.

Por ello, cuando Manuel Guerrero fue galardonado con el I Premio Internacional de Poesía Breve María Teresa Espasa, por ese diamante del arte guerrerense titulado El mismo mito, la otra voz, opúsculo del paradigma lírico, atronador grito de las mujeres mitológicas desgarradas por la vileza de hombres infames, aborrecibles engendros emponzoñadores de su sexo; el grito todavía no había cesado, permanecía indeleble entre la densidad de un aire testigo omiso ante la desesperación y la brutalidad. El rapsoda supo, desde aquel preciso instante, que el grito se expandía por entre los etéreos recovecos del espacio y el tiempo, encadenado por eslabones de miseria y ruindad. Por ello, cuando Guerrero vio publicado, en aquel verano de 2020, El mismo mito, la otra voz, tratado de la defensa femenina, comprendió que la obra había quedado no incompleta, sino pausada, que el grito continuaba aturdiendo su conciencia, oprimiendo su alma, que el grito precisaba recuperar el cálamo, ampliar el verso.

Extiende, entonces, Manuel Guerrero la obra primigenia, y publica ahora La otra voz (Calambur, 2022), en la que, a través de cuatro secciones, completa las voces de aquellas mujeres ultrajadas por la ignominia, comenzando con «El mismo mito, la otra voz», origen del clamor arrancado por la violencia y la depravación, al cual dediqué el artículo Mujeres olímpicas, en esta misma casa, allá por febrero del pasado año, y que ha de ser partida inicial de las líneas aquí tecleadas, que extienden la visión guerrerense, como el poeta desarrolla su versión extendida.

Pasado, pues, el apartado mitológico, en una suerte de evolución, consustancial a la propia evolución humana, se sumerge el rapsoda en las fluctuantes mareas del religioso. «La palabra rota de Dios» recopila cinco poemas herederos de las tradiciones judía, cristiana e islámica, dando voz a Dina, forzada para el matrimonio, y apostillando una apodíctica sentencia: «A Dina le entristece / la desdicha de ser mujer en Israel». Evita el autor a lector la cruel dureza del relato contenido en Jueces 19, condensando la aciaga suerte de la protagonista, quien «Se murió / al tocar la cerrada / y fría puerta / del corazón del que era / su marido». Sí acierta en la necesidad de detenerse en la triste historia de Tamar, violada por su hermano Amnón, cuya túnica (la de Tamar) «se manchó con el esperma / de la sangre y la desdicha». Denuncia, a continuación, la trágica violación de mujeres que acarrea toda guerra: «¿Quién desea la guerra entre naciones, / […] quién / la violación de las mujeres?», y que sin reparo alguno se afirma en Zacarías 14, 2. Asimismo, en nombre de Alá se ha coartado a la mujer, «Porque Alá lo ve todo, / […] / porque Alá es grande y sabio, / las ve».

Siete son las protagonistas de los cuatro poemas que componen el bloque «Amurallar los gritos», acusación contra la represión y el silencio. En «Artemisia o Judit», Guerrero ofrece al lector los reflejos, y en quienes, a su vez, se reflejan multitud de mujeres: «Era Artemisia / como Judit, / […] / Era Judit / y también era / Ester, Susana, / Dánae y, sobre todo, / era ella misma»; como la propia pintora Artemisia Gentileschi, que sufrió el abuso, evocó en su cuadro Judit decapitando a Holofernes. «Laurencia», hija del alcalde de Fuenteovejuna, violada por el Comendador, es la revolución («Alza la palabra, libre»), es el hartazgo («nadie levante murallas / a esta nueva voz de fuerza»), es el grito recriminador contra la cobardía de aquellos hombres que lo permitieron («El grito / a una / aúna»). Prodigio de la poética narrada es «Isabel», hija de Pedro Crespo, alcalde de Zalamea, excelso relato versificado de cómo las consecuencias de la agresión para la mujer rebasan los vejatorios límites del acto, para censurar a la víctima: «Fue a un convento / Isabel… / […] / Hoy las víctimas hacen / de su casa el convento». Estercita, Mireya y Margot son las mujeres de «Milonguitas», deseos efímeros, mancillados, espurios, siempre interesados: «No se escucha tu voz / encerrada ni cuando / se pronuncia tu nombre…».

En «Nueve minutos» se adentra el poeta en el arco cinematográfico y serial de la ignominia, con cinco escenas llevadas a la gran y a la pequeña pantalla. Sólo la magistral crudeza visual de Hitchcock puede considerarse equiparada por la portentosa capacidad lírica de Guerrero, quien, en «Frenesí (de Hitchcock)», atrapa con sus redes tejidas de estrofas el instante fílmico en el que el cineasta británico muestra la escena de la estrangulación de la víctima tras su violación, acabando, ineluctablemente, como «soy una mujer muerta». En «Nolite te bastardes carborundorum (de El cuento de la criada de Margaret Atwood)», versifica la realidad de unas víctimas sometidas por una sociedad distópica que, con una ataraxia ciega, se sirve de ellas con el exclusivo fin de la procreación («No puedes quejarte / […] / No puedes caminar / […] / No puedes sentir / […] / No puedes amar. / Pero puedes tener hijos… / […] / que jamás será tuyo»), y que el poeta desea cerrar con un canto de fuerza y esperanza: «Ah. / No puedes rendirte». La gloria del poeta Pablo Neruda no excusa los oscuros pasajes de su biografía, confesándose autor de violación a una empleada durante su etapa como diplomático en la actual Sri Lanka, que él mismo calificó como encuentro con una estatua, y del cual Guerrero levanta denuncia contra el hombre que quedó «vacío en la inmensa inmensa noche, / que tú mismo escribiste, / hipócrita de mierda»; aberrante hecho trasladado al lenguaje cinematográfico en Alborada (Asoka Handagama, 2021). El autor halla hueco, en «Violenta», para la humillante paradoja de la víctima denostada por defenderse aplicando violencia mediante «Un golpe fuerte / en la polla cobarde / del violador». Cierra Guerrero su obra con un hábil ejercicio de metamorfosis lírica, administrada sobre una de las escenas más repugnantes y bárbaras de la cinematografía, en «Irreversible (de Gaspar Noé)», «Nueve minutos / rozan la muerte. / Nueve minutos / que / destruyen / todo».

Mitología, religión, pintura, literatura, música, cinematografía no son inspiración ni fuente para Manuel Guerrero, como, por el contrario, sí lo fueron para los autores en sus respectivas obras, quienes se limitaron a captar tan luctuosos acontecimientos. La magnitud versificadora de Guerrero supera la fuente de inspiración para conceder voz a las víctimas, ese grito furioso y ensordecedor, lamento de ayuda, de consternación, de impotencia, de repulsa; aunque también de esperanza, de aliento, de condena, de entereza. En La otra voz, Manuel Guerrero, con su innato talento, da voz a las mujeres agraviadas por el oprobio del crimen despreciable.