Sin la menor duda, a quien inventara lo de las palomitas y los refrescos en la salas de cine deberían haberle cortado las manos, arrancado los ojos y expuesto su cuerpo desollado y putrefacto en la plaza pública, puesto que si ya el cargado ambiente a humanidad, espumoso durante el estío, en unos espacios de cuestionable ventilación, te impele a desplazarte por entre las filas a base de machetazos aleatorios, cual selva virgen, los tufos palomiteros sonorizados por los combates de los cubitos en los vasos y las aspersiones gaseosas del producto edulcorado de turno pervierten hasta el sentido olfativo más opaco y enladrillado.
Si, al menos, las ventas suplementarias consistieran en paquetes de pañales para los plurales incontinentes, porque, en serio, o sea, ¿de veras que no has podido mear antes de entrar en la sala o durante los quince o veinte minutos de chorradas previas a la proyección? ¿Me dices que tienes que joder a la línea, aplastar los escalones con tus zancadas inestables, pasear tu silueta por delante de la pantalla, como sombra chinesca, y luego volver, cabronazo sentido inverso, y doble distracción del metraje, y encima te has comprado el puñetero refresco para repetir la tropelía, si la película desborda peligrosamente las dos horas? Si, al menos, el personal laboral se preocupara de limpiar las butacas por la gentuza guarrindonga que las enmierda con sus palomitas, sus pringues y sus refrescos volcados, evitándote la incursión por entre los asientos linterna del móvil en una mano y bayeta limpiadora en la otra. Si, al menos, no te tocara el gilipollas de manual, especie autóctona de la sabana cinematográfica, que golpea tu respaldo cada vez que se mueve o que, apurado por el síndrome de abstinencia, adicto tecnológico, te enciende la inoportuna pantallita del teléfono. Si, al menos, los diseñadores de las salas previeran el potencial reflejo de los elementos luminosos de información y seguridad sobre las pantallas de proyección.
Si, al menos, el microcosmo de la sala de cine fuera una utopía civilizada y pacífica y no, por momentos, una entropía chapucera y condenable, el público aficionado y respetuoso, y no el turista impenitente e impertinente que abusa del evento o la experiencia cinematográfica como si de un patio de vecinos se tratara o como si a un autocine acudiera; ese público aficionado y respetuoso valoraría el no quedarse despatarrado en casa, cómodo con su pijama y su televisor gigantesco, para desprenderse del puñado de euros del coste de la entrada, cuando ya se deja un considerable capital en unas plataformas televisivas que ponen a su disposición el filme a los pocos días.
Desde, quizá, los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, la pugna o el pulso entre el cine y la televisión ha sido una constante. Por aquellos tiempos, la programación televisiva comenzó a retener al público en casa, restando numerosos ingresos en taquilla. El cine, entonces, tuvo que reaccionar, proponiendo al espectador eso que no podía obtener de la televisión, un plus de sensaciones envolventes, inmersivas, que superasen el ya lejano salto del cine mudo al sonoro. El cinemascope y el tecnicolor se generalizaron, los efectos sonoros implosionaron, se estrenaron las grandes superproducciones, sobrepasadas de presupuestos, de medios y de duración, hasta el punto de que el intermedio se convirtió en una necesidad técnica y un paréntesis para que el espectador pudiera aliviar su instinto alimenticio y miccional sin estropear la experiencia cinematográfica. Los años setenta empujaron a una nueva generación de cineastas, con una nueva visión cinematográfica, que recuperó el terreno perdido por las portentosas series de televisión de los sesenta. Cuando, en los ochenta, la producción televisiva reinició el proceso de reconquistar la inclinación de la balanza a su favor, la aventura, la ciencia ficción, el ritmo apabullante y la evolución de los efectos especiales mantuvieron las taquillas operativas y las puertas de las salas abiertas. Pero, en una estrategia de economía empresarial, ideada por la avaricia o el rendimiento del mercado o la expansión del negocio, las productoras cinematográficas (descúbrase la paradoja) no pudieron obviar el filón del consumo doméstico y decidieron poner a disposición del espectador el rollo de metraje en un formato y un tamaño individualizado y fácilmente portable. Las cintas de vídeo, los videoclubes revitalizaron la práctica doméstica (si no puedes con tu enemigo, únete a él, y, de paso, sacas pasta). El minutaje de los largometrajes se redujo de las dos horas para que cupiera en el espacio de la cinta y una versión del género de acción popularizó la comercialidad del espectáculo fílmico. Al reclamar el avance de la técnica y las mejoras sonoras y visuales un mayor espacio, una mayor longitud y calidad en el rollo, el público recobrado para las salas de cine halló su contrapartida hogareña con los discos de DVD. Sin embargo, alcanzó una etapa del nuevo siglo una saturación en los prodigios metahumanos y en la digitalización de los efectos especiales para la gran pantalla. Se reclamó un mayor realismo o mayor verismo, un empleo de instrumentos más naturalizados, más artesanales. La pandemia consolidó (lo he escrito en alguna ocasión) la invasión de las plataformas digitales domésticas, distribuidoras de contenido multimedia. Ahora el cine se encuentra, por enésima vez, ante su tesitura histórica. Sometido a la fluctuación derivada de su rivalidad o competición con la televisión.
Este verano hemos sido testigos del arraigo de la tendencia. El espectador prefiere disfrutar de la producción en casa. Fracasos inmerecidos como la imaginativa Flash (lástima de lo tosco de algunos de sus efectos especiales, que afean el conjunto y denotan un incomprensible trabajo inacabado), que apenas ha cubierto costes, o la entretenida y nostálgica (no redonda o no todo lo redonda que debiera ser) Indiana Jones y el dial del destino, que todavía no ha logrado el beneficio esperado, confirman que volvemos a la época del consumo doméstico. No obstante, sería interesante matizar un fracaso en el cual las productoras tienen su parte de responsabilidad, con unos presupuestos inmorales. Si bien resulta preciso aquí apreciar las inyecciones de capital por los parones y refuerzos de seguridad provocados por la pandemia, continuando con los ejemplos, es un fracaso superar los doscientos sesenta millones de dólares, cuando el presupuesto ha sido de doscientos millones. Es un fracaso rondar los trescientos ochenta millones de dólares, cuando el presupuesto ha sido de doscientos noventa y cinco. Una maravilla cinematográfica, altar y sincero amor hacia el cine, como es Misión imposible: Sentencia mortal, parte I (mis elogios a Tom Cruise), puede que una de las más perjudicadas por el virus, al instante de teclear estas líneas, atisba los quinientos setenta millones de dólares, para un presupuesto de doscientos noventa. Una barbaridad presupuestaria. Aunque influyen otros factores, insisto.
El cine clama espectadores. Espectadores acostumbrados, en la actualidad, a las máximas experiencias visuales y sonoras. Hay que ofrecerles más, distinto y mejor, a pesar del consecuente coste superior. Decisión que acarrea sus repercusiones, cuando se cruzan elementos incontrolables.
Sólo el inopinado Super Mario Bros.: La película, el fenómeno Barbie y ese prodigio de obra que es Oppenheimer, con presupuestos de cien, ciento cuarenta y cinco y cien millones de dólares, respectivamente, han colmado las butacas, sin salvar un año desastroso, no sólo causado por las propuestas cinematográficas infumables y los presupuestos inflados. La recomendabilísima y grandiosa película titulada Babylon, estrenada en suelo patrio hacia finales de enero, no consiguió siquiera rozar su presupuesto de ochenta millones de dólares.
El cine se ha adentrado en su cíclico periodo de infelicidad. Que el periodo sea temporal o eterno dependerá, por supuesto y como siempre, de él mismo y de los espectadores.