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«True Detective»: La temporada uno

Pues qué quiere que le diga, me he topado con un par de días raros, por lo anecdótico, de esos que no tienes agendado nada importante que hacer ni lecturas a mano lo suficientemente estimulantes como para dedicarles las horas de continuidad, por lo anestésico de su relato y lo extravagante de su sintaxis; así que me he acercado a mi pequeña filmoteca y me he decido por escoger el estuche de Blu-ray de la serie True Detective, su primera temporada (2014), para zamparme sus ocho horas de metraje, que me han catapultado a teclear estas líneas. Serie o miniserie, esa primera temporada, al concluir con sus ocho capítulos. Lo que se ha dado en conocer, con otras tres temporadas al amparo del título, como serie antológica o serie de antología, aquella que cambia de historia y personajes con cada temporada.

La cuestión es que he vuelto a disfrutar con el que puede ser el tercer visionado de la serie creada por Nic Pizzolatto, un profesor que se adentró con coraje en los nebulosos vericuetos de la escritura, para publicar, en 2010, la novela Galveston, que le reportó el reconocimiento internacional. Fue HBO, interesada por el guión, la que le encargó la realización de un piloto, que rápidamente llamó la atención de Matthew McConaughey y Woody Harrelson, dos buenos amigos que se implicaron en la financiación (de hecho, están acreditados como productores ejecutivos). La carrera de Harrelson (interpretará a Marty Hart, policía intuitivo y avispado, de típico corte sureño, con buen fondo, pese a su propensión a las mujeres y a ser el centro de atención), sin terminar de despuntar, siempre fue una sucesión de altibajos. Por aquella época se había adecentado con su papel en Siete psicópatas (Martin McDonagh, 2012) y había sido rescatado para la saga Los juegos del hambre. Por su parte, McConaughey ya había iniciado su proceso de reciclaje, un lavado y planchado enrocado en liberarse del disfraz de actor segundón de comedias románticas. A tal fin, se embarcó en El inocente (Brad Furman, 2011), Killer Joe (William Friedkin, 2011) y Mud (Jeff Nichols, 2012). Pero su bombazo interpretativo, su reivindicativo puñetazo sobre la mesa lo daría con su breve, aunque sobrenatural, aparición en El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) y su portentoso papel en Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013). Sin nadie que osara toserle (aquel año de 2014 estrenaría, con otro espectacular papel, Interstellar, de Christopher Nolan), de inmediato, se decidió que se le debía asignar el personaje de Rust Cohle, un detective inteligente, con excesiva tendencia a la metafísica y la transcendencia espiritual, envenenado por un pasado trágico, a raíz de la muerte de su hija y su posterior descenso a los infiernos de la drogadicción y la delincuencia, al trabajar durante cuatro años como policía infiltrado. De sobresaliente, la interpretación de los dos protagonistas, con mención de matrícula de honor para McConaughey.

Con la aprobación de la cadena para ocho capítulos, Pizzolatto, creador, guionista y productor (showrunner, en el argot), se aferró a un único equipo técnico para afrontar el proyecto como si de un largometraje se tratara. Junto con el director Cary Joji Fukunaga, quien había saludado a la industria con algún cortometraje y los filmes Sin nombre (2009) y Jane Eyre (2011), y el director de fotografía Adam Arkapaw, Pizzolatto apostó por conferir a la producción un granulado cinematográfico, por lo que se descartó el sistema digital para rodar en 35 milímetros, amplificando la increíble visión fotográfica de cada escena y, sobre todo, de esos barridos cenitales y planos aéreos de las tierras de Luisiana. La verdad es que los diseños artístico y de producción impregnan el conjunto de una pátina de realismo rural sureño prodigioso, que hace elevar todo el entorno a la categoría de personaje principal de la obra. El verde de la humedad que se torna en ocre de la putrefacción vegetal, la extensión de los pantanos, las profundidades recónditas de ese peculiar ecosistema, la sordidez de los escenarios escondidos o perdidos por entre caminos furtivos y flora salvaje, testigos silenciosos de las más inmorales, depravadas e ignominiosas prácticas perpetradas por lo más bajo, repugnante y vil de la especie humana. Retablo que contrasta con el mundo industrial de las llanuras urbanas, el humo de las fábricas, el hormigón de los edificios, el asfalto de las carreteras y el acero de los puentes, y esos toques de madera astillada o medio podrida o medio reseca, abandonada, en cualquier caso, de los atracaderos fluviales y las casas suburbiales. Y la música, por supuesto, encomendada a T-Bone Burnett, que, sea en forma de score o de soundtrack (destaca aquí el tema de The Handsome Family elegido para la apertura), dota a cada secuencia de esa aura de misticismo y misterio, de esa espesura ambiental palpable, que incomoda y ofende, que oculta o dispensa a los personajes la opacidad o la intimidad necesaria para el desarrollo de su ser y de sus propios actos, y que la imagen apoya, por ejemplo, cuando el director nos ofrece esas largas conversaciones entre los dos compañeros durante sus viajes en coche a través de la distorsión de las ventanillas subidas. Viajes que (tamañas son las distancias en Luisiana) permiten al guionista plasmar los mejores y más penetrantes diálogos de la obra.

A estas alturas, sabida la repercusión de la temporada, no creo necesario malgastar las teclas en una sinopsis detallada. A simple modo completivo, nos cuenta la historia de dos detectives de la Policía Estatal de Luisiana durante tres épocas de sus vidas, 1995, 2002 y 2012, tras la pista de un asesino en serie, trabajo que corroe la misma existencia vital de los protagonistas. La narración se desgrana en el periodo de 2012, cuando Cohle y Hart son entrevistados o interrogados por dos policías, al haberse hallado el cadáver de una mujer en una estampa ritual semejante al caso que ellos llevaron y haberse perdido el material de investigación a consecuencia del huracán Katrina (las devastadoras consecuencia de los diferentes huracanes serán una constante). Se recurre, entonces, a la analepsis para que Cohle y Hart relaten los sucesos de 1995 y 2002.

Si desde el minuto uno la atmósfera de la temporada no ancla al sillón ni suelda a la pantalla, habrán de hacerlo los segundos finales del primer capítulo, cuando Cohle espeta a los interrogadores que hagan las preguntas adecuadas, «¿Cómo va a ser él, si ya lo trincamos en el 95?». Desarmados al instante, muchos se quedan con el plano secuencia de más de seis minutos del capítulo cuatro. Sin restarle un ápice de mérito, yo añadiría la secuencia de la detención de Reggie Ledoux del cinco y ese montaje en paralelo entre la descripción de Cohle y Hart de la operación y cómo transcurrieron los hechos en realidad. Y es que ambos protagonistas, remolcados por el gris crepuscular de sus perfiles, son conscientes de que el mal sólo puede ser derrotado con el mal.

Afirmó T-Bone Burnett que el guión de Pizzolatto era una novela, y como si una espléndida novela fuera se disfruta la temporada uno de True Detective.