Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Nunca parece importar

Como incontables ciudadanos, viví con dolor y tristeza los duros años de la crisis iniciada allá por 2008. Con posterioridad, desde una posición más profesional (aunque dudo que el término fuera el ideal al caso), atestigüé el despiadado ataque de las ejecuciones hipotecarias para, más adelante, contrarrestarlas con las excepcionales nulidades derivadas de las cláusulas suelo, una vez que el Tribunal europeo se dignó en condenarlas. Pero, para llegar a aquella situación, hubo de reventar todo, destrozando, por el camino, a multitud de personas, en particular, y familias, en general.

La cuestión es que la explosión se vería venir, entiendo yo. Cómo la bola iba creciendo de forma incontrolada, cómo los precios se incrementaban, cómo las deudas se acumulaban, cómo los mercados se colapsaban, cómo la oferta se sobredimensionaba frente a la demanda, hasta que el límite no soportó la tensión y se rompió, sin que nadie hiciera nada por evitarlo ni pareciera importar a nadie; al menos, a los gobernantes. Aquellos que disponían de las facultades de intervención, de las herramientas necesarias, no actuaron, ya que el poder para emplearlas siempre estuvo, como está, en manos de otros.

Y el descontrol, pese a que no fuera el primero ni fuera el único, ya se había atisbado poco tiempo atrás, cuando, acompañado por la fanfarria propia, se introdujo la moneda europea. Se había garantizado entonces, con mucho golpe de puño sobre la mesa y pulgar estirando tirantes, que el cambio sería equivalente: tantos euros por pesetas. La realidad fue que el redondeo comenzó a proliferar, al alza, claro. Del todo a cien se pasó al todo a un euro, y de ahí al infinito. Tampoco nadie se preocupó, dejando que el desarrollo, o el despiporre, fuera libre.

De vuelta a las cláusulas bancarias, mientras muchos ganaban con el invento, no importaba el hecho de que las condiciones hipotecarias fijaran un suelo porcentual por debajo del cual los intereses no podían fluctuar. Mientras muchos ganaban con el invento, no importaba el desequilibrio, o injusticia, para la contraparte. Con desfachatez, se defendió, incluso, el principio de autonomía de la voluntad, como si las dichosas cláusulas no fueran impuestas o como si los firmantes, conducidos por el tono plano de la lectura notarial, interesados únicamente en disponer de una vivienda en la que residir y evolucionar, fueran capaces de comprender los característicos tecnicismos económicos que beneficiaban a la entidad prestamista de turno.

En cada escenario, los gobiernos tienen acceso a los mecanismos de acción e injerencia precisos. Piénsese, por ejemplo, en los principios constitucionales de subordinación de la riqueza del país al interés general, de iniciativa pública en la actividad económica, de reserva de recursos al sector público, de planificación estatal de la activada económica general. Piénsese, en fin, que España es, y lo era por aquellas fechas, un Estado de Derecho como un Estado Social; si bien siempre existirán quienes griten su equiparación, confundiéndolo, con el socialismo, y olvidando que la política económica gubernativa, extensiva a los mandatos socialistas, apostó y apuesta por eludir cualquier tipo de regularización de los mercados, refrendando su vuelo desbloqueado de régimen intrusivo alguno. Apostó y apuesta por acudir a la financiación o subvención pública (¡endeudamiento!), a la inyección de fondos públicos, antes que a la censura normativa directa.

Ahora experimentamos un contexto parecido, con un imparable aumento de los precios, una galopante hiperinflación, un desorbitado coste en el combustible, una multiplicación en la factura eléctrica. La excusa, tan buena o tan mala como cualquier otra, es la guerra en Ucrania, cuando los problemas en los suministros de materias primas, el desmesurado gasto de los insumos para el sector primario y los sablazos de las compañías eléctricas tienen un origen anterior. Sin embargo, el mercado es libre, así que la solución ofrecida es la tradicional y chapucera aportación de subvenciones, aguardando épocas más felices tras las cuales se habrá arrasado con el máximo número de particulares, familias y ahorradores, y legado a generaciones posteriores el montante de la deuda procedente de esta política subvencionable que alegremente se fomenta.

Al final, el tinglado está perfectamente montado para que lo ganen los mismos, a costa de devastar con todo lo que se pueda al paso. Por eso, al ir al supermercado, a repostar el depósito de combustible del coche o encender las luces de casa, al consumidor medio le continuarán rapiñando los carroñeros de costumbre, sin vergüenza ni mesura, hasta que todo reviente de nuevo, con huelgas, quiebras y perjuicios. Los carroñeros de costumbre se mantendrán impasibles, sus bolsillos repletos de las posesiones sustraídas a los ingenuos mequetrefes a quienes han aplastado o exprimido, con el beneplácito o anuencia de los gobernantes despreocupados y abstencionistas, sólo partidarios de que los mercados se críen en libertad.

Nunca parece importar a nadie, aun cuando la evidencia deslumbra, nunca parece importar a nadie… Hasta que el mundo se va al carajo y con él, por supuesto, los habituales perdedores.