Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

La Luisiana española (IX)

El primer lugar hacia el que los británicos volvieron grupas —o uno de los primeros—, hálitos de venganza por la intervención española, fue al enclave estratégico del presido de San Luis (ya reseñado en alguna entrega anterior), crucial para que España pudiera mantener el avituallamiento a los colonos rebeldes.
Pero el presido estaba bajo el mando militar del vicegobernador de la Alta Luisiana Fernando de Leyba, un ceutí a quien Bernardo de Gálvez había ordenado el control de la zona, el traslado de información y el contacto con los jefes rebeldes, el más estrecho de los cuales sería con el general George Rogers Clark, quien llegó a solicitar tamaño crédito a Leyba, adobado con las habituales falsas promesas de devolución, que acabaría arruinando al presidio y a sus gentes, asolados por el hambre, la enfermedad y la carestía de medicamentos, por la que moriría la propia mujer del comandante español…
 
Leyba, puntilloso en el ejercicio de su deber, había obtenido noticias ciertas del inminente ataque británico procedente de Detroit, razón por la que pronto inició los trabajos de fortificación del presidio, alzando empalizadas, cavando trincheras, artillando el perímetro y construyendo una torre sobre la que dispuso cinco piezas, que se bautizó con el nombre de Fuerte San Carlos. Los poco menos de mil residentes se implicaron para reforzar la posición y a la treintena de soldados del Regimiento de La Luisiana allí apostados.
 
En febrero de 1780, trescientos soldados británicos, a la sombra de mil indios y el enganche de una serie de traficantes interesados en destruir el puesto de control español, descendieron, convencidos del factor sorpresa y su superioridad, con las órdenes de tomar el presidio y hacer saltar de inmediato sobre Santa Genoveva a la fuerza de guerreros siux. La avanzadilla de observación enviada por Leyba regresó a San Luis al momento de atisbar al ejército enemigo, así que solicitó el auxilio de sesenta hombres de Santa Genoveva (pese a que tal decisión implicaba dejarla desguarnecida) y extendió grupos de exploración para que los agricultores y ganaderos repartidos extramuros se agrupasen en milicias y se refugiasen en San Luis. Unos ciento cincuenta acudieron a la llamada.
 
En mayo, la tropa británica desembarcó al norte del presidio y levantó su campamento en las inmediaciones. Leyba dispuso unos trescientos hombres a lo largo de las trincheras y reservó otros cuarenta para la defensa de mujeres y niños en el interior de la Casa del Gobernador. A mediodía del día 26, tres después de la arribada, una vanguardia de indios atacó el presido con el plan de abrir una brecha que permitiese el impacto del resto de los sitiadores. Sin embargo, la andanada española de fuego fue tan intensa e inesperada que la vanguardia enemiga se dispersó en desbandada, de modo que los británicos se vieron obligados a repetir la embestida una y otra vez, durante horas, con constantes cabalgadas siux. Desde el interior del presido, mujeres y niños comenzaron a gritar y llorar, presos del pánico y el terror. Lamentos que alcanzaban los oídos de los defensores, muchos padres de familia, a quienes, como se encargó de apostillar Leyba en un posterior parte de guerra, sólo el heroico coraje impidió que las armas cayeran de sus manos, dispuestos a abandonarlo todo para acudir al socorro de los suyos. Cansados de chocar contra el muro español, las fuerzas británicas desistieron de seguir manteniendo el sitio, y únicamente el liderazgo de Leyba pudo frenar el ímpetu de los sitiados de lanzarse sobre los británicos a fin de aniquilarlos. Por su parte, los indios asaltantes, revelada la imposibilidad de la victoria y del saqueo del presidio, se desperdigaron por el entorno y se resarcieron con los hacendados que se habían negado a aceptar la protección de la fortaleza. De nuevo, Leyba narró el horrible escenario dejado por los guerreros indígenas, compuesto por cuerpos cercenados en piezas, entrañas arrancadas y extremidades, cabezas, brazos y piernas, esparcidos por todo el campo.
 
Sería el 8 de junio cuando Leyba informó a Gálvez de la batalla y del recuento de bajas de cien hombres, entre muertos y heridos, excusando el retraso en la debilidad de una enfermedad que había venido padeciendo desde días atrás, que le ocasionaría la muerte, finalmente, el 28. La gesta de Leyba recorrió la provincia, se plantó en Madrid y se relató en la Gaceta. Fue ascendido a teniente coronel, grado que hubo de tornarse póstumo.
 
El intendente Martín Navarro, emisario de Gálvez, le escribió, tras el reconocimiento de lugar: «… el enemigo, al final, viendo que su fuerza era inútil contra tal resistencia, se esparció por el país, donde encontraron varios granjeros, quienes, con sus esclavos, estaban ocupados en las labores del campo. Si estos hambrientos lobos se hubieran contentado con destruir los cultivos o se hubiera matado todo el ganado que no hubiera podido llevarse, este acto habría sido interpretado como una consecuencia de guerra. Pero, cuando el mundo filosófico sepa que esta desesperada banda sació su sed de sangre de víctimas inocentes y sacrificó a su furia a todo al que encontraron, destruyendo cruelmente y cometiendo las más grandes atrocidades sobre una pobre gente que no tenía otras armas que las de la buena fe en la que vivían, la nación inglesa, de ahora en adelante, puede añadir a sus gloriosas conquistas en la presente guerra la de haber bárbaramente ocasionado, tomando como base la crueldad, el más amargo tormento que la tiranía ha inventado».
 
Francisco Javier Cruzat sustituyó a Fernando de Leyba como vicegobernador de la Alta Luisiana y detectó al instante frecuentes inducciones británicas a las tribus indígenas para ejecutar ofensivas contra los españoles. Entonces, determinó unas medidas de reacción para deshacer aquellas intenciones, que ni siquiera detalló a Gálvez, al objeto de evitar el perjuicio de cualquier intercepción de misivas… El contraataque se estaba fraguando. La matanza de San Luis no podía quedar sin respuesta.