Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Catálogo de conductores

Digan lo que digan los mercantilistas anuncios televisivos de vehículos, conducir por autovía o autopista es aburridísimo. La monotonía del espacio entre líneas, el constante runrún en el ambiente, la distante espera del ansiado destino integran una exasperante narcolepsia con ideales ribetes de tragedia griega.

Para evitar el desventurado telón escénico y mantener los reflejos en un nivel de alerta óptimo, el conductor, previsor, al tanto de un posible destino ruinoso, habrá de ingeniárselas para combatir los funestos avatares pergeñados por Morfeo. Quien subscribe ha optado por elaborar un riguroso catálogo (excluyente de motoristas, raza marginal; y de mujeres, pacíficas y respetuosas, raras como centauros), a fin de clasificar a la fauna del asfalto, a esos pululantes inciertos del camino de baldosas negroides y grasientas, disponiéndose a compartirlo con usted, martirizado lector, a falta de tema mejor que tratar. Y porque para eso quien subscribe, teclea. Punto… y aparte.

            El pelotón, ese grupo ciclista de las cuatro ruedas, es quizá la clase más llamativa del pavimentado panorama circulatorio, por lo abultado de la masa y lo presionante de equipo tan miscible. Los integrantes del pelotón, cuyo número puede oscilar entre los cuatro y ocho, se ponen a rueda del líder (en toda congregación hay un líder, un espejo de reflejos carmesís) y cumplen lealmente con la velocidad estipulada, remedando los hábiles movimientos con los que su adalid solventa los obstáculos del circuito, los cuales no dejan de ser sino otros usuarios de la vía, divorciados del espíritu de equipo o siesos espontáneos de la carrera.

            Los compadres son esos dos o tres vehículos, esos amigos o familiares (cuñados, por lo general) que comparten misión y ventura, rumbo y meta, que transitan uno tras otro, que conservan la fila imperturbable, cual tenebrosa senda de bordes abismales.

            Los duelistas, tenso forjado de egos, son espectáculo para un público ansioso de entretenimiento, observadores al amparo del apartamiento. Los duelistas comienzan marcando posiciones en un arriesgado juego de mutuos adelantamientos, cuales machos en pos del apareamiento, comienzan a tantearse, a medir las agallas, a catalizar el coraje, comienzan a retarse. Culminado el ritual, los duelistas entran en faena, y se colocan en paralelo, condensando la fuerza de su derecha en el acelerador. El vencedor consigue la aceleración perfecta, la que le concede el adelantamiento y una revolución en el motor que extrema la distancia con su oponente, quien, humillado por la mísera condición de su máquina, desiste del desquite y se repliega, ante la juzgadora mirada de un público que retorna a su rutina.

            El zurdo no conoce más carril que el izquierdo, donde se mantiene con indisoluble avidez. Mientras, el ambidiestro gusta de cambiar de carril con supina flexibilidad, recreándose en el interior de cada curva con armónica felicidad.

            El acosador se pega a la espalda de su acosado de modo que éste puede apreciar, a través del retrovisor, el infame careto del mentecato que le huele el culo (ahora dudo si cambiar la designación a el perro). Con su sonrisa malévola, el acosador convoca osadamente al peligro, pues mutila la distancia entre vehículos e inquieta a su acosado.

            El piloto pasa de límites de velocidad y confiere a la autovía o autopista la apariencia de un circuito de carreras, quemando combustible, vapuleando a sus rivales, superando escollos y rindiendo curvas a ras.

            El gilipollas las ráfagas no merece ni media línea, porque tú vas tan tranquilo, adelantando a velocidad adecuada por el carril izquierdo, cuando, de la nada, surge detrás de ti un gilipollas con prisas, cochazo y motor revolucionado que te lanza ráfagas de luz, recriminándote el entorpecimiento de su estúpida marcha.

            El delincuente, variedad del gilipollas anterior, o directamente un hijo de la gran puta, adelanta justo a la altura del carril de aceleración de manera que el que circula por el carril derecho no puede desplazarse al izquierdo para permitir la incorporación del que discurre por el de aceleración. Tampoco se muda a un tercer carril disponible ni desacelera, cuando otro anuncia con intermitente un adelantamiento ante el predecible choque con un vehículo lento delantero.

            Para el adelantador, adelantar es consustancial y el acelerador, prolongación de su pie, zapato confeccionado a partir de su molde. Trasunto idiota del piloto y primo capullo del gilipollas las ráfagas, el adelantador adelanta aunque vaya a abandonar la vía a los cien metros.

            El contra reloj conduce un autocar o un camión (y no un camioncito pequeñín, un tráiler como un Transformers, al estilo Optimus Prime) excediendo los cien kilómetros por hora, dispuesto a cumplir su horario, o a mejorarlo, dado el caso, adelantando, si se tercia y cuando se tercie, a vehículos tan dispares como turismos.

            El californiano es un espécimen poco común por los lares frecuentados por este subscriptor. Circula con vehículo descapotable, absorbiendo rayos de sol y regurgitando insectos; por naturaleza, disfruta de la vida con manifestación pública y regodeo por el encajonamiento del resto.

            El suicida, escoria de la carretera, conduce drogado, bebido o hablando por el móvil sin emplear el sistema de manos libres, inconsciente de que, al matarse él, puede llevarse a otros consigo.

            El dominguero pasea sirviéndose del vehículo, sin prisas, disfrutando del paisaje y con un grado de moderación en la velocidad y de apacibilidad en el manejo por debajo de los del prudente, quien, a su vez, no aventaja a los del aburrido, casta catalogadora de conductores.