Se aprecia un amplio consenso a la hora de afirmar que el gran milagro español no fue el haber conquistado tan vastísimo territorio mundial, sino el haberlo logrado con tan escasa población, y sostener, comparativa demográfica sobre tabla estadística, el Reino de las Españas durante cuatro siglos.
Sin ánimo de esquivar las previsibles fluctuaciones de las fuentes, a lo largo del siglo XVIII, no se arriesgaría demasiado al plantear los datos para España en torno a los ocho millones de personas hacia el 1700, para pasar a unos nueve millones, superada la mitad de la centuria, y alcanzar los once y medio o doce millones, en 1800. Mientras que países como Gran Bretaña partieron de los ocho millones quinientos mil, para situarse en los trece; el conglomerado italiano, entre nueve y trece (en función de los estados integrados) hasta los dieciséis o diecisiete millones; y Francia, unos veintidós hasta rondar los veintinueve millones de habitantes.
Con tamaño desequilibrio demográfico, la colonización española de un territorio como el de La Luisiana adquirió visos de reto heroico y jaquecoso quebradero de cabeza. Aun así, se continuó jugando las bazas de la repoblación europeísta y el acercamiento de colonos desperdigados por el continente, también de los primeros rebeldes británicos. La exención de impuestos o la cesión de tierras fueron cantos de sirenas tanto para los propios españoles como para alemanes o franceses asentados todavía al norte de los Grandes Lagos, quienes fueron recolocándose a las riveras de los ríos, puesto que las llanuras, de kilómetros inhóspitos, seguían siendo superficies dominadas por las hostiles tribus indígenas y las furibundas manadas de búfalos. Esta política de arraigo no fue todo lo fructífera que se esperaba, aunque permitió rebasar el horizonte de los cincuenta mil colonos en la provincia, culminado el XVIII. A modo ejemplarizante, los primeros censos arrojaron las cifras de trescientos noventa y nueve blancos y ciento noventa y ocho esclavos, en San Luis (pese a la prohibición de la esclavitud en el Reino, era práctica habitual), y de cuatrocientos cuatro blancos y doscientos ochenta y siente esclavos, en Santa Genoveva. No obstante, el número perseveraba módico para soñar siquiera con una autonomía económica de suficiente entidad como para asegurar el control y la organización. No se generaban excedentes, ni beneficios, su régimen era de subsistencia; el dinero no fluía y los presupuestos centrales no anclaban. Situación que se agravaba con una administración de contención o monopolio comercial, alérgico a la libertad, que el mismo gobernador Alejandro O’Reilly, sanguinario y todo, procuró relajar, y que, al fin y al cabo, fue un lastre para su desarrollo económico frente a otras potencias de la zona, relegando a la provincia a un atraso intestino, arrastrado para la posteridad. Quizá Nueva Orleans fuera el único lugar productivo, convirtiéndose en el principal puerto comercial de salida de tabaco con destino al Caribe, Nueva España y la península. Pero la carestía de materias primas y suministros en general fue de naturaleza endémica en la provincia. Se originó, entonces, una actividad de contrabando contra la cual las autoridades españolas ni se atrevieron a proyectar intervención contundente, tal era el grado de necesidad en la población, y sobre los cauces de los ríos se trazó un trasiego de mercaderías francas de inspección y registro. Algunas expediciones de mando se formaron, cierto, mas intranscendentes y apenas dotadas, depravadas por la cuestión demográfica.
El gobernador Luis de Unzaga y Amézaga emprendió una gestión de normalización social, liberando a los líderes revolucionarios condenados por O’Reilly (gesto que le valió el sobrenombre de le Conciliateur), y de revitalización económica, gracias un plan de liberalización comercial, que desahogó el cuello de los colonos. A la sazón, intensificó, en apariencia, la campaña defensiva de la provincia con la construcción de pequeños presidios, casi testimoniales, y la remodelación de antiguos franceses.
Los temores de Unzaga resultaban fundados, pues las primeras muestras de rebeldía británica ya se manifestaban en sus trece colonias, como se ha tenido ocasión de teclear líneas arriba. Además, el peligro de los indígenas salvajes era una realidad permanente. Los españoles mantuvieron con ellos la tradicional estrategia europea de amistad a través de agasajos varios, cada vez más exquisitos y regados siempre con la intensidad del agua de fuego. El procedimiento de consenso contabilizó, en 1769, unas veinte tribus indias en relaciones de amistad con España. Guarismo nada desdeñable, voto a bríos, porque las estimaciones se orientaban hacia el cómputo de los siete mil guerreros indios en La Luisiana, frente a los, aproximadamente, seiscientos soldados españoles, de consuno con las milicias.
Precisamente, para la protección interior de presidios, pueblos, misiones o, incluso, tribus aliadas, España creó un cuerpo de élite adaptado a las condiciones del territorio y de la lucha. Soldados especializados y pertrechados para el combate contra los indios salvajes. Unidades profesionalizadas de voluntarios eficaces y decisivos. Los Dragones de Cuera.