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"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Obras de Misericordia 13: perdonar las ofensas

Sin lugar a dudas esta es, en mi opinión, la obra de misericordia estrella, porque supone algo dificilísimo en el ser humano, como es superar las heridas interiores, que son las peores, en las que, además, juega un papel, a la contra, la soberbia que todos tenemos en mayor o menor medida.

Se han escrito sobre esta obra de misericordia ríos de tinta, montones de libros, mucho más que sobre las demás. Pero no es fácil ponerla en práctica. Esta obra de misericordia afecta especialmente al corazón y podemos decir que es el buque insignia del espíritu cristiano, lo que caracteriza a los "limpios de corazón", de quienes el Señor afirma decididamente que "verán a Dios", porque en su corazón no queda ninguna escoria o residuo como consecuencia de lo que otros les hayan ofendido.

El perdón es difícil porque por una parte "todo el mundo sangra por la herida", pero también porque "no ofende quien quiere, sino quien puede", y la ofensa admite muchas modalidades, ya sea la injuria pura y dura o la burla, la ironía, la ridiculización o incluso la omisión.

Puede ser que el ofendido padezca de cierta susceptibilidad, y en ese caso es lógico esperar que él también colabore poniendo empeño en superar ese modo de ser. Pero que el prójimo tenga ciertas susceptibilidades no quiere decir que tenga que tenerse como campo abierto para herirle sin piedad, echándole encima la culpa.

Otra cuestión a tener en cuenta es que nadie tiene obligación de ser encubridor de otros que actúan mal. Poniendo el ejemplo de los curas pederastas, se puede decir que por una supuesta fama institucional, en tiempos de san Juan Pablo II parecía obligado que las víctimas de esos abusos actuaran de encubridores de los delincuentes.

En tiempos de Benedicto XVI se acabó ese rollo, y no digamos en los tiempos de Francisco. Una cosa es perdonar, y otra encubrir. Un poco más adelante lo vamos a ver.

Esta sexta obra de misericordia espiritual nos exige perdonar, eliminar el rencor, renunciar a la reparación que sería exigible en justicia, eximir. Dentro del fuero interno, exige "olvidar", pero no en el sentido habitual de esta palabra, ya que los hechos son los hechos, y no son olvidables. Más bien se trata de olvidar las consecuencias justas de esos hechos, la exigencia de una proporcionada reparación.

No podemos olvidar lo que Cristo nos enseñó en el padrenuestro sobre el perdón, ni la relación entre el perdón de Dios a nosotros y el perdón de nosotros a los demás (Mt. 6, 14-15).

Estudiando el contexto social de Israel en tiempos de Jesucristo, se puede concluir que la gente de moral más elevada que había ahí eran los fariseos, los cuales aconsejaban algo tan generoso en aquel momento como perdonar unas 2 ó 3 veces. Por ello, se entendió como exorbitante la propuesta de Cristo de hacerlo setenta veces siete (Mt 18, 21-22), o la parábola que sigue a continuación del perdón de los 10.000 talentos, en donde se compara un perdón del equivalente actual de 40 millones de euros con quien no perdona el equivalente actual de 40 euros.

El perdón es algo necesario en la condición de la vida común del hombre. Perdonar es algo sin lo cual no puede subsistir la convivencia familiar, profesional, empresarial o de cualquier comunidad humana. Sin embargo, es algo difícil.

Es importante entender esa dificultad, entender el mecanismo psicológico de la tendencia al rencor, aun en el caso de que no se quiera ser rencoroso.

Anselm Grün plantea cuatro fases en el mecanismo psicológico del perdón, que resumidamente podemos enunciar así: En primer lugar es preciso ser realista y llamar al pan, pan, y al vino, vino; y por tanto, hay que evitar minimizar la injuria padecida. La injuria es injuria, lo que ha sucedido, ha sucedido realmente. Este es el punto de partida.

La segunda fase del mecanismo psicológico del perdón consiste en admitir la propia reacción de cólera, admitir que somos capaces de encolerizarnos a la vez que es preciso intentar evitar una dependencia por nuestra parte del juicio que tendamos a hacer de nuestro ofensor. En una palabra, es importante poner distancia respecto de nuestras emociones o tendencias pasionales.

La tercera fase, una vez enfriado el escenario psicológico, consiste en objetivizar qué es lo que realmente sucedió, intentar entender qué pasó, una vez que ya hemos puesto distancia y en cierto modo, ya no somos juez y parte. Es decir, intentar aplicar el entendimiento desde una posición desapasionada.

La última fase, dentro ya de ese ambiente “objetivo”, es ya propiamente el perdón. Solo si hemos pasado por las fases anteriores, podemos ahora estar en condiciones de perdonar como seguidores de Cristo, perdonando en nombre propio, no de otro, y no solo desde una perspectiva “intelectual”, sino interiorizando el perdón, perdonando de verdad, de buen grado, de todo corazón. Que el perdón pase del entendimiento al corazón.

Estas fases no son una mera receta psicológica. Todas ellas, y sobre todo la última, presuponen una voluntad de querer tener los mismos sentimientos del Corazón de Cristo, y esto requiere paciencia y perdonarse también a uno mismo, pues la resistencia a perdonar a otros supone una cierta dureza de corazón propia, cuyo perdón conlleva una decisión aparejada de abandonar esa dureza y de esa manera estar más en disposición de perdonar a otros.

Hasta aquí la exigencia de perdonar las ofensas, por supuesto, vista desde la óptica del ofendido. ¿Pero…y qué se le ha de exigir a quien ofende? Porque parece que aquí solo nos acordamos de exigirle a la víctima, encima de que es víctima. ¿Y el injuriante?

En primer lugar, al ofensor lo que habría que exigirle es que no ofenda. Parece una perogrullada, pero alguna vez se ha dicho que la caridad debe ser “vigilante”. Es decir, que hemos de vigilar para no ofender a nuestros hermanos, para evitar hacer o decir lo que les molesta. Más vale prevenir que curar, que aquí se podría enunciar por “más vale amar primero que ir deshaciendo entuertos después”. Es decir, que lo primero es vivir finamente la caridad, amar; pues si se ha de pedir perdón después, es porque primero no se ha amado como se debía.

Pero supongamos que no se ha amado, que se ha ofendido o injuriado.

Entonces, hay que pedir perdón.

Podremos exigir al injuriado que perdone, pero ANTES de perdonar, el ofensor debe pedir perdón. Esto es una exigencia de justicia y de sentido común. El injuriado podrá estar desde el primer momento “en disposición de perdonar”, pero entre esa disposición y el perdón efectivo, debe mediar SIEMPRE la petición de perdón por parte de quien ofende. No se trata de exigirle que se arrastre por el suelo y se de cien azotes con látigos en la espalda. Solo se trata de algo tan sencillo como pedir perdón.

En la parábola del hijo pródigo observamos al padre que, al ver al hijo aparecer a lo lejos, se va hacia él y se le echa al cuello abrazándole sin dejarle terminar de exponer el discurso de petición de perdón que llevaba preparado. Es verdad que el padre se va hacia el hijo. Pero es el hijo el que toma primero la iniciativa poniéndose en marcha y volviendo a la casa paterna. Es verdad que el padre no le deja terminar el discurso, pero sí se lo deja empezar: “padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. El padre perdona, pero porque el hijo ha vuelto. Solo el hecho de ponerse en marcha y volver, ya es pedir perdón. El padre le interrumpe, pero cuando el hijo ya ha dicho lo esencial, cuando ha pedido perdón.

Pedir perdón es algo que lo entendemos muy bien quienes nos confesamos con relativa frecuencia: Somos perdonados por Dios en la medida en que, primeramente, le pedimos perdón y le manifestamos nuestra contricción. Lo contrario sería ilógico e injusto.

Pregunto yo ahora: ¿Tenemos la buena costumbre de pedir perdón a nuestros hermanos cada vez que les hemos faltado de alguna manera a la justicia o a la caridad?

Conozco no pocos cristianos que practican la confesión frecuente y no dejan de pedir perdón a Dios semanalmente de sus pecados o faltas, pero jamás piden perdón a ninguno de sus hermanos, jamás reconocen ante ellos absolutamente nada que hayan podido hacer mal. ¿Es eso lógico? ¿Acaso piensan que son como esos dictadores que solo consideran que son dignos de ser juzgados “ante Dios y ante la Historia”? ¿Es que piensan que los pecados o faltas contra la caridad solo ofenden a Dios, pero no al prójimo, o que el prójimo es lo suficientemente despreciable como para que deba soportar las faltas de caridad hacia él sin esperar la más mínima reparación?

Si quienes deben pedir perdón no lo hacen, llegará un momento en el que se creerán con derecho a ir avasallando a los demás pensando que eso es lo más normal del mundo. A quienes beneficia en primer lugar la exigencia de pedir perdón es a los propios ofensores, en la medida en que ese acto de pedir perdón les pone de manifiesto su propia injuria, y por tanto, les ayuda a formar su propia conciencia, haciéndoles ver lo que está bien y lo que está mal.

El perdón es un don valioso que no debe administrarse con ligereza, sino a quien lo merece. Y lo merece quien lo sabe apreciar. No se puede dar de comer margaritas a los cerdos. Y lo mínimo para merecerlo es reconocer la propia ofensa y pedir perdón por ella. No poca cosa es otorgar el perdón sin exigir una reparación justa y proporcionada, pero lo mínimo que cabe esperar es que sea solicitado, pedido, aunque se administre gratuitamente. Lo que nunca se le puede exigir al ofendido es que sea encubridor de su verdugo. La caridad no anula la justicia; pretender que el ofendido encubra a su verdugo exigiéndole el perdón sin que el ofensor lo haya pedido, supondría confundir la caridad con la justicia, o lo que es lo mismo, negar que la ofensa haya existido, o negar la vulneración de la dignidad del ofendido. Evidentemente, todo esto es inaceptable.

Lo dejo aquí, pues esto va camino de ser otro río de tinta más sobre el tema.