Mucha polémica se ha montado recientemente con la instrucción de la Santa Sede acerca de la incineración y esparcimiento de las cenizas de los difuntos. Pero vayamos por partes. Enterrar a los difuntos es una obra de misericordia de carácter material, aunque como hemos visto con otras, no hay obra de misericordia “material” que no lo sea también espiritual.
“Enterrar a los difuntos”, en el argot de las obras de misericordia, se sobreentiende que es “enterrar cristianamente a los difuntos”, en razón de que sus cadáveres fueron un día templos del Espíritu Santo, y son, por tanto, reliquias, lugares en los que ha estado el mismo Dios. ¿Cómo no se ha de tratar con veneración una materia en la que habitó el Espíritu Santo?
Otra razón: La muerte no tiene la última palabra. Quienes mueren en el Señor, esperan resucitar como Él, están como dormidos, en actitud de espera: “Ven, Señor Jesús”, leemos en el Apocalipsis. Con la Ascensión y venida del Espíritu Santo en Pentecostés empiezan los “últimos tiempos”, y los que estamos llamados a morir en ellos, tras la muerte estaremos en actitud expectante de la Parusía, de la segunda venida del Salvador. En consecuencia de todo ello, las exequias cristianas tienen que ser coherentes con estas creencias. Sería una gilipollez que un cristiano tuviera unas exequias no cristianas, de la misma manera que nos parecería otra gilipollez que un mahometano tuviera unas exequias que no correspondieran con su religión.
A todo lo anterior hay que añadir que, puesto que nadie puede penetrar nunca en el interior de cada hombre, por muy bueno que haya sido externamente un difunto mientras vivía, no tenemos total seguridad de que interiormente haya sido intachable ante Dios, y por tanto, es coherente que pidamos al Señor por su alma, a fin de que nuestra oración supla la purificación que necesite para ir al Cielo cuanto antes a gozar eternamente de Dios.
Lo dicho hasta aquí bastaría como argumento de esta obra de misericordia, pero hay más. Enterrar a los muertos es también un modo de amar sus almas y de amar su memoria. Es una manifestación de cariño, de caridad, de misericordia. No se puede tratar igual el cadáver de un ser humano que el de un perro. El caso del Negro de Bañolas es bien elocuente, de la misma manera que saltan a la vista los sepelios “deshumanizados” cuando estos se producen por las razones que sean. La dignidad de la persona se pone de manifiesto en las exequias, y más aún en las exequias cristianas, en las que está patente la condición de hijo de Dios del difunto y la fe de este y de sus familiares.
Las exequias cristianas suponen también una veneración de la memoria del fallecido como si del fallecido mismo se tratase. Es muy aleccionador leer en el evangelio de san Lucas cómo tuvo lugar el entierro del Señor y profundizar en la veneración de quienes le enterraron, que contrastaba con el destino salvaje que hubiera tenido el cadáver de Cristo, de no ser por quienes tanto le amaron. Las exequias cristianas suponen una finísima manifestación de amor más allá de la muerte, supone tratar el cadáver de nuestros difuntos como si del cadáver de Cristo se tratase.
Al enterrar a un difunto, enterramos un misterio. Solo Dios sabe lo que hubo en el corazón de ese hombre o mujer. Por nuestra parte, depositamos ese cadáver piadosamente, confiándolo a la misericordia de Dios, como si estuviera dormido, en espera de la resurrección.
A la vista de todo lo dicho, queda claro que da igual enterrar que incinerar a los difuntos. La Iglesia prefiere la inhumación a la incineración porque la primera expresa plásticamente mejor la fe en la resurrección, pero permite y no se opone a la incineración, siempre y cuando esta no se haga de un modo contrario a la fe cristiana. Es por tanto una gilipollez quedarse en la superficialidad de que si la Iglesia prohíbe o no la incineración. La cuestión no está en lo meramente material, sino en la intencionalidad con que se haga. Evidentemente, es absolutamente cristiano incinerar a un difunto y esparcir sus cenizas en el picacho en el que está la ermita de la Virgen de la Sierra, patrona de Cabra. De la misma manera es absolutamente cristiano incinerar a un difunto y echar sus cenizas al mar, recorrido en procesión todos los años por la Virgen del Carmen, cuya devoción era algo entrañable en el recién fallecido.
Todo lo anterior no tiene nada que ver con otras incineraciones y esparcimientos de cenizas, realizados con intenciones paganas o de determinadas religiones orientales. De la misma manera que nos extrañaría un hindú cuyas exequias se celebraran por el rito cristiano, nos podríamos preguntar qué coño hace un cristiano cuyo cadáver se somete a unas exequias hindúes. Evidentemente, esto es en lo que la Iglesia, con su último documento Ad resurgendum cum Christo, ha querido hacer hincapié, lo cual no es sino una elemental llamada al sentido común y a la coherencia. El referido documento no añade ni quita nada a lo que la Iglesia siempre ha dicho de una forma u otra. A mi modo de ver, lo que ha ocurrido es que muchos periodistas, que ante todo han puesto de manifiesto su ignorancia, han presentado de modo sensacionalista algo que viene siendo igual y continuo desde toda la vida.
Me parece que obraría con un mínimo de seriedad quien empezara por leer el documento referido, esto es, por acudir a las fuentes, en vez de ir al rumor. Quien lo desee leer, que vaya a la página web del Vaticano, a este enlace, http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20160815_ad-resurgendum-cum-christo_sp.html y que saque sus conclusiones. Sobre todo le recomiendo que lea con atención el punto 8 de dicho documento, que es muy breve y dice así: “En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho”.
Está claro que dice expresamente que lo que se prohíbe no es ni la incineración ni el esparcimiento de las cenizas, sino que este último se haga “por razones contrarias a la fe”, lo que quiere decir que si se hace por razones de fe o sin razones contrarias a la fe, no se está haciendo nada cristianamente reprobable. A ver si aprendemos a leer. Lo digo por algún que otro cura que desde el púlpito ha dicho alguna que otra tontería, fruto de la superficialidad de no haber leído con atención el documento de la Santa Sede.
Ni que decir tiene que el punto número 8 no hace sino repetir la misma idea que el canon 1184 del Código de Derecho Canónico de 1983 y el canon 876 de los Cánones de las Iglesias Orientales. En una palabra, que la Iglesia se repite más que las morcillas, a Dios gracias, ya que si cada día nos dijera una cosa distinta, nos volvería locos, que es lo que más de uno parece pretender. En esto, la Iglesia no hace nada más que seguir la doctrina de San Pablo, que nos decía que para nosotros, oír de él siempre las mismas cosas es motivo de seguridad.