Por una serie de motivos ampliamente conocidos, llevo unos meses sin tiempo para poder continuar con esta serie de colaboraciones dedicadas a las obras de misericordia en este año dedicado a la Misericordia por el Papa. A punto de terminar el año, veo que solo me ha dado tiempo a comentar cinco (y esta, seis), por lo que, aunque sea fuera de tal tiempo, seguiré por mi cuenta reflexionando sobre ellas y enviándolas a este periódico, ya que la misericordia no es cosa de un año, sino de siempre, pues siempre estaremos rodeados de los hombres, nuestros hermanos, y siempre podremos tener el corazón pronto ante las miserias que les sucedan.
Visitar a los enfermos es una de las obras de misericordia señeras, practicada aparentemente por todos, porque ¿quién no va alguna vez a ver a algún enfermo en algún hospital?
He dicho “aparentemente” porque la obra de misericordia cristiana de visitar a los enfermos tiene un plus. No basta la presencia en el hospital, no basta el acto social, ni siquiera un cierto interés por el enfermo que nos lleve a preguntar por el historial de su enfermedad o los síntomas de esta.
Lo característico de esta obra de misericordia, vivida cristianamente, es visitar a los enfermos CON AMOR, procurando descubrir en ellos SU VERDAD, porque hay algo innegable, esto es, que el enfermo muestra, de una manera más o menos patética, la debilidad misma, cuando no la repugnancia, ya que la enfermedad está en el camino de la muerte (aunque no sean mortales todas las enfermedades), y querámoslo o no, se da cierto escándalo ante quien está en ese camino (o ante quien se manifiesta más que está en él, ya que ese camino, todos lo pisamos).
La obra de misericordia se mueve en el alivio de la angustia del enfermo, no en engañarlo sobre la situación real de su estado. Y sobre todo, en un ambiente de oración: de orar por él y de pedirle oraciones por nosotros, tal y como recomienda el apóstol Santiago en su epístola. El talante cristiano de una comunidad cristiana se manifiesta en el modo como esta actúa ante los enfermos porque es ahí donde se ve la conexión con el Espíritu de Cristo.
Visitar, lo que se dice “visitar” es lo propio de Dios a nosotros. Zacarías, en el cántico Benedictus, recogido por San Lucas, nos recuerda que “la Luz nos visitará desde lo alto”, y muchos pasajes de la Escritura dicen cosas parecidas. La visita a los enfermos es un obsequio de nuestra persona, de nuestra vida y de nuestro tiempo, análoga a esa visita de Dios a nosotros, débiles. Es un vencimiento de la repulsa, de la repugnancia que provoca un enfermo y que estorba la comunicación. A todo el mundo le encanta dialogar con una bellísima mujer, llena de vida y de lozanía, que con solo verla puede parecer que ni morirá ni enfermará nunca, pero ¿quién dialogará con quien es la decrepitud misma, con quien manifiesta abiertamente el declive de la vida, repugnante para ser visto e incluso olido?
A un enfermo hay que verlo con ojos de fe. Si no, no se penetra en su verdad. Solo mirando así a esos hermanos nuestros podemos entender una tradición judía según la cual al visitar a los enfermos no debemos sentarnos en su cama porque la cama de los enfermos es lugar sagrado. Solo si vamos con ojos de fe nos daremos cuenta de que visitando a los enfermos es más lo que recibimos que lo que damos. Solo con ojos de fe nos daremos cuenta de lo poderosa que es ante Dios la intercesión de los enfermos. Solo con ojos de fe podremos atisbar algo del misterio que se esconde tras los ojos de un enfermo, del misterio de la condición humana y del misterio de la Redención.
Hay muchas personas que no terminan de “conectar” con el enfermo, a pesar de los consejos con que se prodigan al visitarlos, o de los ramos de flores u otros regalos que hacen en sus visitas, porque no son estas cosas las que conectan con el enfermo, sino la oración.
Termino con una referencia a los enfermos psíquicos, vulgarmente llamados locos, aunque en los tiempos de lo políticamente correcto, esta última expresión solo se usa en la intimidad, es decir, en el mismo ámbito en el que Aznar hablaba catalán. Los locos son todavía socialmente más repugnantes, pues son unos tipos que le hacen perder el tiempo a los demás, y por tanto, no solo son unos inútiles, sino unos tipos coñazo que además nos pueden meter en un lío si mantenemos una conversación con ellos. Los locos son gentes a quienes se juzga– se pre-juzga– sin contemplaciones, sin ojos de fe, por supuesto, y sin el más mínimo intento de comprensión o aceptación de su persona. Y por supuesto, sin la menor intención de aprender de ellos, ya que se da por hecho que un enfermo psíquico no tiene nada que aportar a nadie.
Me imagino que el lector avezado (y sobre todo, cristiano) encontrará en los enfermos psíquicos todo un mar de posibilidades de amar a Dios en el prójimo. De regalo se llevará la sorpresa de que aprenderá muchas cosas muy útiles para su vida. Siempre, quien visita a un enfermo (o escucha a un loco) recibe más de lo que da. Como dice Manuel Segura, S.J. Dios, cuando hace favores, no los hace a medias.