Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Madre de todas las tumbas

Tenía que decir algo y no sonaba bien lo que decía, porque se oía a maldición, a improperio callado. Quería decirlo y no sabía cómo. Pero mientras, ardía a llama viva la tierra donde Schulten soñó la más antigua y misteriosa civilización de Occidente. Aquí todo es misterioso o lo parece. Hasta la Educación. La costumbre de los hombres parece misteriosa. Los actos y las conductas se convierten en acciones misteriosas que no son nada sanas. Yo pensaba esto, pero el monte ardía no sólo donde el miedo a no controlar las llamaradas era horrible. Esto es Onuba. También ardían las aurgitanas tierras de Segura, las bravas y cesarianas cumbres del romano León. Los Parques naturales. Veía arder toda Hispania y las honrosas extensiones de Lusitania antigua. Los parajes de las Lomas de Berrocal, mi pueblo, los veía en llamas cuando escribía esto. Creo que ardía todo. También el sitio de las sagradas tumbas. Donde estaremos, si hay sitio merecido. Pero salto en pedazos, me equivoco, grito, no puedo remediarlo. Soy vulnerable y te quiero, tú que lo sabes todo, ¿no puedes decir algo…? Callas, y mueves la testuz…

No sé nada, dices; y suena a término gastado por su uso excesivo en la tierra que arde cada día. Y digo: ¡cómplices!, en todo cuanto ocurre. Quisiera decir, lleno de amor insobornable. Pero miro, atrincherado, la querida y necesaria tripulación. Su esforzado y destructor sigilo, mientras llamea la tierra a cada instante; rota y resurgida de su infierno. Pensando en su regazo, que Dios era feliz con lo que hizo, antes del hombre. Viendo mi perfil reflejado en la pira, cansada de esperar frescor de lluvia o palabra de amor, conjugando belleza y crecimiento en aras de oronda sepultura. Y pienso: cada uno se sabe lo que hace en bien o mal frente al incendio. Lo que es hombre mirándose al espejo de su drama. Desdicha de rencores guardados en el miedo sin voz del delicado frío de sus inmundos huesos. Huyendo de su fobia a perder el poder gangrenado de su propia tragedia, perdiéndose en el monte. Donde habita el respeto a la belleza. Y donde la llama destructiva no dejará amor embellecido, ni luz ni esperanza verde. Sólo incierto camino plagado de sus odios. No quisiera decir, sin temor a fallar en lo que digo, que crecer o hacerse hombre es levantarse un día y ver que todo es podredumbre. Pero el viento se mueve y todo parece ya más cerca.

No sabías tanto de la Naturaleza, pero ésta por instinto, era tu misma cosa y ardor. Ni había redes sociales. Ahora sabemos hacer daño -nos dicen-. Aunque el hambre susurraba entre dientes: “Cuando arde el monte, algo suyo se quema, Sr. Conde o Sistema.” Pero uno era más niño que ahora. Yo dejé de ser niño hace dos días y ya casi ni me quiero. Y hoy ya se dice cuando se incendia el monte, “algo de todos se nos quema,” y hasta el mar arde de plástico inodoro. Su himno de desconsuelo se nos parte e implora luz, gaviota del aire que de sol se nos muere. Y algo que se acaba reclama vocerío, latido que no arde cuando llegan las llamas y se mira, sintiéndolo en penumbra.  

Nos hiciste adicto a la bebida y a otros vicios, comedia de cerrarnos los ojos, y no somos felices, Señoría. Medra la mentira, que estaba más oculta en el tiempo, y no era tan larga a la hora de la muerte. Las dudas casi inalcanzables, nos rozaban porque se era más bruto. Y he oído decir: ¡oíd la voz del Océano!; y su lento latido llega a todos en forma de lamento, como granada que se deshace con lentitud de hielo entre los dedos de nuestra mano hiriente. Claman sus ecos la barbarie con dolor de ternura, con queja conmovida por la infinita dejadez y el odio desatados. No parece silencio mientras brama el arroyo sin agua del verano, sin la sombra del lince mirando a la gacela en su costumbre de hierba. Y he oído su voz llena de arrullos, casi oyendo los llantos y los himnos antiguos, las vasijas de plomo, las baladas del monte en los atardeceres de la encina arrobada, como niño en su cuna. Y he pensado en voz alta: “Donde el amor se para crecen los hombres, las olas y los montes.”

Todo es tan chico -dice sin alivio, nuestra Naturaleza-, cuando nos da su trigo almidonado. Su perfecto gazpacho andaluz a la sombra de la era empolvada, sin asiento de piedra o casi nada, a sabiendas de ser Madre de todas las tumbas. Las olas nos devuelven su belleza dorada cuando acaricia el centelleo de sol y de amargura, tirando hacia la orilla de todo su escozor. Como diciendo que no tiene sentido un mundo sin amor, ardiendo en llamas de incendio arrasador y dando voces de hambre en la porfía, hasta ver quien se pone más gordo y más cebado, aunque lleno de incendios y de odios. Subiste los impuestos a grado de acabose cardíaco, y el trabajo se fue para Ultramares. Dichoso tú, que pudiste vender los olivares. Los cerdos. Y no diste comida. Ni hiciste Cortafuegos, circunscriebiendo fincas y lugares baldíos; y ahora arde el monte, Sr. Conde o Sistema. Te salvaste, no obstante. Pero no te has librado del alcance a la Madre del mar. A su sombra, que arde de plásticos mortales. Vida y luz de toda tumba. Suprimiste la asignatura de Ética y Conciencia, haciéndome a mí mismo, objetor de mi miedo a la Parasitología. Y ahora, ocioso, no sé por donde pasa el Lodo.