El hombre ha inventado los actos y las cosas. El fuego, las bombas y el café. La sed de lo indecible. La destrucción masiva y el aplauso. Nadie es libre ni lo es nada. Ni siquiera el autor de su delirio. Si acaso es el grito que sonríe próximo a la muerte, a la íntima muerte que no llega y se ahoga al lado del peldaño que cede. Ahora y desde siempre, que era el ahora del desdén del que no ha llegado, y se fue con la última llama. La guerra es un negocio de excluyentes. De oprobios obsesivos. Ya lo dijo el hombre más sabio de los hombres. Aquel que no quiso dejar nada por escrito, porque no sabía nada. “La guerra es un negocio”. Lo sabes y lo sé. Dale la espalda a todo el que la inicia y compromete. Vasta es la idea. Y el rastro de los hombres es innegable cuando llama a la puerta el homicida.
Hace poco. Dos años escasos, aunque precipitados, yo te quise y todos nos quisimos derrotados, unánimes, y hubo aplausos encendidos, y fluía sin besos la caricia. El gesto enarbolaba su bandera de ensueños y esperanza. Pero reían las nubes y las golondrinas que pasaban, con sus alas abiertas, mientras se nos borraba la sonrisa de la cara. A mí se me borraron los recuerdos de los labios, la expresión indecisa que no llegaba nunca a su rincón oculto. Sin embargo, te quise cada tarde. Promiscuamente, era el desfile de las mascarillas. Esa cosa que privaba de la gripe. La desfiguración del recipiente que se llenó de ausencias y disfraces.
Pero no era preciso sentir ese vacío de piezas inasibles sin doler la cabeza. Sin cielos ni círculos cuadrados. Cuando llega la tarde que no llega, todo es oscuridad y se llena de miedo la dulzura. Del repentino ocaso postrimero en las puertas de casa. ¿De qué casa? De todas las guaridas y los hitos, porque el hombre no existe. Y lo busco, lo busco, y no lo hallo. No ha llegado. No es todavía esa ilusión exenta. Todavía no somos ese verbo clemente. ¿Qué somos? -déjenmelo decir- en esa parte del viaje neutral del eucalipto? Solo monstruosidad de inapetente desvarío de los dioses del caos. Diafragma inexpresivo de la voz calculante que no tiene reloj. Metódica medida de interés, templo de una vasija de arrogancias de inciensos y costumbres de fierro. Pero nos queríamos.
Ahora arden las llamas de una guerra, la que nunca paró. Pobre Europa o Mundo del desastre aquilatado. Hay que posicionarse, -mi padre, que era honesto, lo decía con claridad honrosa- contra aquello que destruye al ser humano. El crimen que no para del criminal a sueldo. De aquel que no descansa en su caverna de odios y matanzas. ¡Parad la sed de los rencores! El hambre de matar, todas las hambres que llegan y se quedan holgando, que van los niños huyendo por la calle en alas de intemperie. Buscan un agujero que no existe, una edad de paloma imprevista, que no para de batirse en sus alas, buscándole a sus ojos un refugio inextinguible. Una señal de paz que nunca fue parada, ni existió. Que nos llegue la lluvia enamorada. ¡Oh, decepción! ‘¡Cuándo podré dormir con ese sueño en que acaba el soñar!’1
1 Versos de la rima XLVIII de G. A. Bécquer