En el panorama cinematográfico, a través del cual también se llena de ponzoña el Arte, Quentin Tarantino repugna a muchos cinéfilos, por su tendencia al friquismo voraz, a la verborragia diarreica y extravagante, a la regurgitación de subgéneros y a la sórdida encaladura hemoglobínica; así como por sus devaneos con el asqueroso bicho de Weinstein. Y, probablemente, tengan razón; lo de Weinstein, incluido. Pero, entre el entramado de acepciones despectivas que definen su cine, se descubre a un director y guionista innovador y atrevido, a un creador multidisciplinar, intimista y detallista y a un enamorado del celuloide; quien, en los últimos tiempos, se ha arrojado a los inestables y fustigadores brazos de la ucronía. Aunque tan arriesgado salto no habría de ser condenable, pues el Arte no sólo puede, sino que debe reconstruir la Historia; no en vano, la Historia de España se estudia deleitando, por ejemplo, las letras de Pérez Galdós o las pinturas de Goya. Esta predilección hacia la versatilidad histórica, trasunto, sin duda, de un genio versátil, supo Tarantino mitificarla en Malditos bastardos (2009), sexto filme del director estadounidense, en el cual se despachaba a gusto, o despachaba a gusto, mejor tecleado, a todos los nazis que colocó en el camino de los judíos protagonistas, con Adolf Hitler y sus lugartenientes a la cabeza; para condensarlo en su noveno largometraje: Érase una vez en… Hollywood (2019).
En la nueve, Tarantino se sirve de una suerte de McGuffin, como es el asesinato de la bella actriz Sharon Tate, esposa del director Roman Polanski, a manos de los pirados prosélitos del igualmente enloquecido Charles Manson, para plasmar, fotograma a fotograma, un pequeño y selectivo retrato de la industria hollywoodense de finales de los años sesenta y principios de los setenta, de consuno con un repaso pormenorizado de las series televisivas entonces en boga, en un claro homenaje al cine y la televisión, antes de que se plagaran de luces psicodélicas, arreglos informáticos, guiones disolutos, relaciones venéreas y personajes sobrehumanos.
Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) es una estrella en horas bajas que decidió abandonar el papel principal en una serie televisiva de éxito para dedicarse en exclusiva a los largometrajes, aventura que le acarreará escasa fortuna, y en la que arrastrará a su buen amigo y doble cinematográfico Cliff Booth (Brad Pitt). Entretanto se cruza con esa oferta que le permita recuperar el prestigio y la confianza perdidos, contando siempre con el inestimable apoyo y la devota fidelidad de su amigo Cliff, Dalton sobrevive cual mercenario, aceptando trabajos como estrella invitada en las series más rutilantes del momento, interpretando al tradicional villano que sucumbe, muerto o apaleado, a manos del necesario héroe de turno. Será el productor Marvin Schwarz (Al Pacino) quien le ofrecerá protagonizar spaghetti westerns rodados en Europa. A su vez, y mientras somos testigos de cómo Dalton va sopesando las novedosas opciones, dos historias más transitan en paralelo. Así, Cliff Booth lidera las secuencias que van introduciendo al espectador en la comuna de chiflados de Charles Manson (Damon Herriman), guiado por la delirante mano de la hermosa joven Conejito (Margaret Qualley). Por otro lado, se proyecta el día a día de Sharon Tate (Margot Robbie): fiestas, amigos, hogar, matrimonio; quien testimonia su acogida pública en la recién estrenada La mansión de los siete placeres (Phil Karlson, 1969), en la cual comparte cartel con Dean Martin, asistiendo a una sesión en un cine de la ciudad. Cuando se llega a la fatídica fecha de la sectaria y macabra agresión, la historia de los dos amigos se cruzará con la del grupo de asaltantes y, en un redentor y hospedador epílogo, la individualizada por Rick Dalton, con la de Sharon Tate.
En las promociones para los galardones cinematográficos, la de Leonardo DiCaprio se hizo para la opción de actor principal y la de Brad Pitt, para la de actor secundario, pese a que ambos compartían protagonismo y peso durante el metraje, para evitar la competencia de los compañeros. Sin embargo, a quien suscribe le parece la labor de Pitt de mayor rotundidad e interés, capitaneando tres de las mejores escenas de la película: el ocurrente y satírico enfrentamiento con Bruce Lee (Mike Moh), la intrigante y frenética visita al rancho de rodaje Spahn y el bárbaro y cruento allanamiento de los adeptos de Manson.
Sobre una ambientación y puesta en escena cuidadas al milímetro, destaca una peculiar a la par que brillante banda sonora elaborada a base de un popurrí de canciones sesenteras, que únicamente suenan cuando los personajes encienden la radio o pinchan un disco, completada con el sonido original de las emisiones televisivas de la época.
Quentin Tarantino ha jurado que sólo firmará diez largometrajes. Todavía especulándose en torno a la décima, la nueve de Tarantino es el disfrute de un periodo dorado no exento de calamidad y pesadumbre.