Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Las películas estadounidenses de los 80 (II)

Colocado el segundo rollo, cinéfilo lector, y encendido el proyector, da comienzo este caprichoso recorrido de sin par gratuidad por las películas estadounidenses de 1983 con el sexto episodio, último de la conocida como Trilogía clásica de Star Wars: El retorno del Jedi; mientras que un inspirado Brian De Palma y un agraciado Al Pacino estrenaron El precio del poder, y un Francis Ford Coppola siempre amigo del coqueteo con los bajos fondos del cine independiente, La ley de la calle y Rebeldes. Por su parte, la figura de Supermán comenzaba a diluirse en la infamia con la tercera entrega de la serie de largometrajes protagonizados por Christopher Reeve, salpimentada por la sucesión de payasadas de Richard Pryor; y el talento de Tom Cruise, a emerger lentamente con sus primeros papeles protagonistas en Ir a perderlo y perderse, La clave del éxito y Risky Business. Cómo no, John Carpenter tuvo su momento cinematográfico del 83 con la destacable Christine, a partir de la novela de Stephen King. También aquel año se estrenarían una película, para muchos, de culto, titulada Juegos de guerra; la particular visión del suspense de Michael Apted, con Gorky Park; y ese despropósito que se dio en llamar Psicosis II: El regreso de Norman.

Me adentro en el panorama fílmico estadounidense de 1984 con un cineasta, paradójicamente, italiano. Antes de fallecer por problemas cardíacos a los sesenta años, el romano Sergio Leone, quien bien merecería artículo aparte, dirigió siete películas, cinco de las cuales, sin restar el particular mérito de la primera, son obras maestras. Tras demostrar su portento con la Trilogía del dólar y bordar la excelencia con Hasta que llegó su hora, en los años sesenta, en los ochenta, se plegó a la tentación de la producción estadounidense, estrenándose, en aquel año de 1984, ese prodigio cinematográfico titulado Érase una vez en América, con Robert De Niro, James Woods y Joe Pesci, y la mágica batuta de Ennio Morricone. Como también prodigiosa fue Amadeus, de Milos Forman, guionizada por Peter Shaffer e inolvidable recorrido por las composiciones de Wolfgang Amadeus Mozart. El año tuvo su hueco para el terror, con Gremlins, de Joe Dante, y Pesadilla en Elm Street, de Wes Craven; para la acción aventurera, con el regreso de Steven Spielberg y Harrison Ford en Indiana Jones y el templo maldito (quizá la más floja de la saga hasta la fecha en la que tecleo estas líneas, porque El reino de la calavera de cristal no existe); y para la ciencia ficción con Starman, entrega anual de John Carpenter, la sosa Supergirl y Terminator, de Arnold Schwarzenegger y James Cameron. Schwarzenegger afrontaría el año con doblete en cines, al estrenarse Conan, el destructor, segunda entrega del personaje que no obtuvo el éxito de su predecesora; como tampoco lo hizo Star Trek III: En busca de Spock. John G. Avildsen, que había ganado un Óscar con Rocky (1976), se marcó otra trilogía mítica de la década, iniciada en aquel año con Karate Kid. Pero el 84 dio la oportunidad a Francis Ford Coppola de estrenar su musical Cotton Club y, debido a la intromisión de la productora en el montaje final, a David Lynch de renegar de su Dune, o de la versión estrenada bajo su nombre.

En 1985 triunfó el cine adolescente de la mano de Los Goonies, de Richard Donner, El club de los cinco, de John Hughes, St. Elmo, punto de encuentro, de Joel Schumacher, y Teen Wolf, de Rod Daniel (de Michael J. Fox, más bien); pero también el romance, tanto en su vertiente cómica, con La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen, como en la dramática, con Memorias de África, de Sydney Pollack; o el western de Clint Eastwood, con El jinete pálido, y de Lawrence Kasdan, con Silverado; o el periodo medieval de Paul Verhoeven, en Los señores del acero, y de Richard Donner (otra vez), en Lady Halcón (ambas, curiosamente, con  Rutger Hauer); o el puro drama de Steven Spielberg, con El color púrpura; o la intriga de William Friedkin, con Vivir y morir en Los Ángeles, y de Peter Weir, con Único testigo y la aparición anual de Harrison Ford. Sin embargo, Martin Scorsese reaparecería tres años después, de nuevo en torno al género de la comedia dramática, con Jo, ¡qué noche! Como lo haría John Huston con el drama romántico El honor de los Prizzi, y Sylvester Stallone, por partida doble, con Rambo: Acorralado Parte II y su pedazo de Rocky IV. Asimismo, fue el año del doblete de Arnold Schwarzenegger con El guerrero rojo y Comando. Tim Burton se lanzaría, al fin, a la dirección de largometrajes con La gran aventura de Pee-Wee, trascendental acontecimiento que me disculpa la naturaleza cómica del filme, nota discordante en esta serie de artículos. Michael Douglas quiso protagonizar su propia versión de Indiana Jones con La joya del Nilo, entretenida película valorada por la física presencia de Kathleen Turner; al igual que Sharon Stone hizo con Las minas del rey Salomón, de Richard Chamberlain y la Cannon. Productora ésta que iniciaría una nueva franquicia con el primer El guerrero americano. Por supuesto, no se podría cerrar el año sin la aportación de John Carpenter y su recomendable Re-Animator; aunque resaltaría otros dos títulos del 85: Enemigo mío, de Wolfgang Petersen, ciencia ficción extraterrestre con un maquillaje artesanal que adorarían hoy muchos digitalizadores; y El secreto de la pirámide, de Barry Levinson y guión de Chris Columbus, interesante aventura de unos jóvenes Holmes y Watson.

Tampoco fue mal año el de 1986, cuando James Cameron revolucionó la franquicia con Aliens: El regreso, Oliver Stone lanzó su soflama antibelicista con Platoon, David Lynch dio una vuelta de tuerca al cine negro con Terciopelo azul, Woody Allen analizó el drama familiar en Hannah y sus hermanas, Rob Reiner convirtió en un nuevo éxito otra novela de Stephen King con Cuenta conmigo, David Cronenberg defendió un género y un estilo con La mosca y John Badham nos encariñó con un robot en Cortocircuito. Pero en 1986 un grande como Clint Eastwood realizó una inmensísima salvajada mítica que fue El sargento de hierro, apoteosis del improperio y decálogo del diálogo instructivo, sobre el que se lamenta su caída hacia el último tercio de metraje. En cambio, Top Gun, de Tony Scott y el absoluto protagonismo de Tom Cruise, con la semejanza del entorno del ejército en su trasfondo, dio lo que ofrecía: ritmo ochentero, testosterona juvenil, rebeldía chulesca, escenas aéreas ejemplarizantes, Cruise en moto y algo de romance con la rubia atractiva. Un Tom Cruise que, para aquel año, compartió escena con el mismísimo Paul Newman en El color del dinero, dirigida por el portentoso Martin Scorsese. La pareja formada por Richard Chamberlain y Sharon Stone, sólo un año después y para su desgracia, volvió a probar suerte con Allan Quatermain y la ciudad perdida del oro, ahí es nada; a la par que Paul Hogan lo intentó con Cocodrilo Dundee, los compañeros de Star Trek con Misión: salvar la Tierra y Arnold Schwarzenegger se estampó con Ejecutor. El más puro Sylvester Stallone acondicionó los cánones de los 80 del tipo duro de acción y los clásicos videoclips (yo me quedo con el dedicado a la sesión de fotos de Brigitte Nielsen) en su Cobra, el brazo fuerte de la ley. Sin innovar en la fórmula, John G. Avildsen estrenó la segunda parte de Karate Kid, ni fue novedad alguna el hecho de que John Carpenter proyectara su título del año, que fue la recargada fantasía surrealista Golpe en la pequeña china, y le sobró tiempo para escribir el guión de Luna negra. Pese a todo, el año 1986 se adentraría en los anales de la Historia del Cine con una producción de dudosa calidad cinematográfica, si bien de indudable poder afrodisíaco, porque quién sería capaz de olvidar a Kim Basinger (¿y a Mickey Rourke?) en esa obra imperecedera que se tituló 9 semanas y media.

Ahora, el recuerdo de Basinger contoneándose al ritmo de la canción de Joe Cocker me hace estremecer, lector cinéfilo. Comprensiblemente, he de pausar la proyección de las películas estadounidenses de los 80, relajar los sentidos, disfrutar de la escena.