Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

El demérito de lo efímero

Llenan estadios de fútbol, pabellones deportivos y plazas de toros, a ritmo meloso o estridente, humillado por el berrido hormonalmente humedecido y cegado por irreverentes luces móviles; venden millones de ejemplares de libros, recibiendo el sello de best seller, entre bendiciones públicas; son glorificados como transgresores del arte, la nueva vanguardia, y referencia pictórica y escultórica, valorando sus obras en cientos de miles de euros; sus estudios arquitectónicos son cotizadísimos, con encargos multinacionales en listas de espera. Músicos, cantantes, escritores, pintores, escultores, arquitectos, todos ellos de extraordinario talento, todos ellos de efímera popularidad.

            Mientras todavía hoy, después de doscientos, trescientos, cuatrocientos años, seguimos escuchando a Mozart, Bach o Beethoven; leyendo a Cervantes, Shakespeare o Dostoievski (casi tres mil años, si acudimos a Homero); admirando a Da Vinci, Miguel Ángel, Velázquez o Goya; o visitando a Brunelleschi, Bernini o Churriguera (miles de años, si viajamos hasta la Gran Muralla); todos estos músicos de sonido estrambótico, cantantes de voz impostada, pintores de figuras ininteligibles, escultores de cincel mellado, arquitectos de estructuras informes, que pueblan el panorama artístico actual, coronados por los laureles de la fama, pasados esos doscientos, trescientos, cuatrocientos años, quedarán recubiertos por la ponzoña del olvido, porque crean para el instante, para el aplauso inmediato, para satisfacer a eso que se da en llamar moda o tendencia, y que no es sino un pasatiempo pasajero que implosiona los sentidos con la misma velocidad con la cual la costumbre, el hastío o el deseo colmado, sin sentimiento alguno, lo hace perecer.

            El arte no puede nacer sin vocación de posteridad. Todo arte que nace tratando de adaptarse a la realidad social de su momento deviene en una condena sin futuro, limitada a dicho momento. Al igual que el arte que arriesga con la rebelión, con el quebrantamiento de las normas establecidas, sin vislumbrar que la humanidad, insustancial a su naturaleza, en su finita o infinita evolución, jamás podrá desprenderse de la emoción que le embarga la contemplación de la belleza intemporal, clásica, con su armonía en los trazos, el ritmo, los acordes, en la cadencia complaciente de la prosa y el verso. Es ese equilibrio que se zambulle en la mansedumbre del espíritu, en esa paz que clarifica la lucidez de los sentidos, que multiplica el compás de las emociones y dulcifica la vibración de las sensaciones. Es esa caricia que eriza la piel, esa presión que a la vez para y acelera el corazón, esa sobredosis de endorfina, ese amor imposible, desgraciada y eternamente platónico, con el perenne sabor del deseo en unos labios que siquiera podrán rozarlo.

            Y este arte, nacido para enamorar y ser amado, es el único arte con las atribuciones de la perpetuidad, con los privilegios del legado a la posteridad. Pero esas letras monotemáticas, donde la imaginación brilla por su ausencia, sin sentido del conjunto, y mucho menos de la narración, que tan sólo se preocupan por formar un estribillo pegadizo, condicionado a la tediosa repetición, y sustentadas por una composición musical que se trasvasa desde la empalagosa complacencia hacia la ridícula disonancia; esos brochazos caóticos o auspiciados por la indeterminación; esas figuras descompuestas; esas construcciones de ilocalizable acceso o de insalvable encaje en el entorno; ese verso libre, excusa de la mediocridad; esa prosa simplona y anodina, impresa con el exclusivo objetivo de ofrecer una historia vendible. Ese arte no es arte, es una mera transacción que concluye con la entrega y el pago… Es crear para el ahora. Crear para sobrevivir.

            He aquí el dilema de tamaña parrafada. A falta del mecenazgo imperante en épocas pretéritas, aquél que patrocinaba el arte y a los artistas, éstos se ven en la obligación de vender sus obras para continuar creando. Quiero decir que, en ocasiones, no es cuestión de que el talento no dé para más, sino de que, para poder vivir de su arte, para hacer del arte su profesión, los artistas deben encontrar compradores, quienes, seducidos por la obra, o la potencialidad de la misma, apoquinen la pasta merecedora del resultado. Así, el artista, alimentado, vestido y cobijado; liberado de las debilidades propias de la especie, evitada la desnudez en su cuerpo y resguardado de las inclemencias naturales, despreocupado, centrará sus esfuerzos en la creación. Porque el consumidor, con su racanería insolente, su gusto por dejarse arrastrar por la idiotez de las masas, que convierten en tendencia cualquier soplapollez, y su dudoso criterio, fomenta el mérito de lo efímero, cuando, como banal ejemplo, compra un mueble en Ikea, insultando la belleza, garantía y resistencia del artesanal.

            Cual socorrido comodín, se argumentará que, desde la Ilíada y la Gran Pirámide, todo está inventado, y no falta razón. Sin embargo, se trata de algo superior a la estricta reiteración sin innovación. Se trata de respetar unos principios, cánones inmortales, que acrisolan el arte y, concediéndole su legítimo demérito, ensombrecen lo efímero.