Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Una tilde para un nombre

Así están las cosas. Hasta puede que usted, lector hispanohablante que sea de aquéllos que gustan de sestear al cobijo de la abyecta sombra de la masa aborregada por la ordinaria rusticidad de las modas, haya recurrido o, de hecho, recurra naturalmente al depravado uso. Hemos alcanzado el grotesco periodo histórico de la lingüística en el que ya no existe el nombre José. Ahora lo que se lleva es allanarlo, ametrallando la tilde hasta volatilizarla, como en las películas de gánsteres, cuando vacían el cargador de su Thompson. Ahora es Jose, que queda como más chachi, más guay, más urbanita, más chic. Bajeza oral (no se idealice un malpensado doble sentido) que se colma con la escritura, en la que el empleo de la tilde se abstiene como el ateo se abstiene de comulgar, provocando el encuentro durante la lectura una ceja enarcada tensa cual acento circunflejo. Y, entre versión oral y escrita, puestos en faena genocida, te abofetea a mano vuelta Joaquin, en lugar de Joaquín; Jesus, en lugar de Jesús; Aaron y no Aarón; Raul y no Raúl; o Julian y no Julián (mi colosal aborrecimiento hacia esas páginas internáuticas que colapsan al añadir la tilde a mi nombre).

Advierto gallardo que me desfogaré a baquetazos con el primero que se me encare con la cutrez de que la lengua es un ente vivo que evoluciona, y demás chorradas verborreicas que fluyen de la boca con la quemazón de un ardor de estómago. Aquí se trata de un problema de ignorancia, comodidad y beneplácito… Aunque es comprensible.

Con lo fácil y práctico que resulta el inglés, para el que la tilde está ausente como el sistema métrico, el maldito castellano arrastra, desde hace siglos, la desdichada necesidad del signo. Se trata de una negligencia endémica, pergeñada con malevolencia, por supuesto, por nuestros remotos antepasados, dignos de ser arrumbados en el rincón de la infamia, como los cachivaches viejos se arrumban en polvorientos trasteros, que será debidamente revisada y corregida. O está siendo revisada y corregida. Sin desdeñar, claro, que el borrón del signo servirá para homogeneizar el nivel académico y cultural del usuario del castellano. No procede, en nuestros felices tiempos de derrota intelectual, llamar la atención, señalando con el dedo, sobre los listillos que continúan colando la tilde en los textos escritos, quienes, pobrecitos míos, a final, se convierten en parias o marginados sociales, barridos por la comunidad hacia los desagües o alcantarillas colectivas.

Por eso, por tratarse, al cabo, de una terapia de salud social, lo mejor es ir despintando la tilde de la realidad material e inmaterial, consciente e intelectiva. Proyecto que no ha de apreciarse, insisto, como una conspiración alzada contra los signos ortográficos degenerados por la lujuria, sino como una solución o remedio, fórmula magistral, que ahorrará disquisiciones y laxará desequilibrios, recobrando, además, los orígenes latinos, de focalización paroxítona.

La controversia ni puede ni debe plantearse desde un punto de vista clasista. Si existen usuarios del castellano que consideran, con bravísima lógica, que mantener en nuestra avanzada época el recurso del signo ortográfico, amén de anacrónico, al ser técnica que ya no se estila, deviene en insufrible y jaquecoso quebradero de cabeza que plantea más contrariedades que alivios. Que si tilde, que si no tilde; que si acá, que si acullá… Complicaciones superfluas. Si existen, Deo gratias, tales usuarios del castellano, entonces, lúcidos como reflejo solar, lo racional y razonable es extirpar el signo de la Ortografía, como se extirpa del cuerpo humano el apéndice vermicular inflamado. Y, lo tecleaba líneas arriba, queda más chulo Jose, vaya usted a comparar; tanto que ni siquiera el procesador de textos me lo identifica como falta ortográfica, de lo celebérrimo que aparenta.

Porque, a cuento de qué interesa enrocarse en la sublimidad del gravamen del signo. En verdad, no merece la pena el esfuerzo. El esfuerzo de estudiar las reglas ortográficas. El esfuerzo de aplicarlas. El esfuerzo de asegurarlas. Luego, habrá que velar por aquellos usuarios del castellano de intelecto abreviado, incapaces de terminar de adaptarse a la complejidad, sobre quienes podría destinarse idéntica actitud dactilada a la reservada para los listillos coladores de la tilde en los textos, metomentodos notarios del diccionario.

Distinguido, pues, el encomiable y noble objetivo de abolir el régimen dictatorial de tremebundo signo ortográfico como la tilde, académicos y academias se han decidido a contribuir con el empeño, de manera que las faltas ortográficas dejan de ser criterio evaluador negativo en los exámenes universitarios (casi que tampoco para grados inferiores), con independencia de la corriente humanística o científica del área; o sea, basta con acertar con la fecha del descubrimiento de América, sin valorar que se pueda escribir con v la palabra descubrimiento (la omisión de la tilde en el nombre se da por aceptada). A la par, se escamotean, poco a poco, tildes tachadas de prescindibles, primero, en pronombres y adverbios; después, en adjetivos y nombres… Pero es que escribir y decir Jose queda muy mono… Sí, y también la madre que te parió, gilipollas.