Pese a la identidad de apellidos, no somos parientes, aunque habría asumido con fácil orgullo la consanguinidad, y ninguno de los dos negamos la alta posibilidad de un tronco común lejano, el cual —ya se preocupó él de comprobarlo— emigró de Lucena a la vecina localidad de Cabra.
Precisamente, nos conocimos gracias a ese apellido compartido, no excesivamente habitual por estos lares, a los dieciocho años (al menos yo los había cumplido), al coincidir en la misma aula durante el desarrollo de los exámenes de Selectividad, cuando Lucena y Cabra se alternaban las sedes anualmente, práctica que ignoro si se mantiene vigente. La elección, el capricho o la vida separó nuestros caminos, los cuales, por mor de igual capricho, se reencontraron hace diez u once años, fecha en la que, felizmente, me integré en la Asociación Cultural Naufragio, resultando ser él uno de sus cofundadores. Quizá porque, a veces, la amistad, arma de adamante, forja vínculos más fuertes y resistentes que la sangre, código de cartón piedra, desde aquel reencuentro los caminos se han extendido con repelencia al alejamiento, alérgicos al desafecto, a una distancia de prudente visibilidad, procurando que la infamia de un nuevo capricho no volviera a desplazarlos, como los mismos polos de dos imanes evitan la atracción. Fue aquella amistad, regada por un impagable combinado de generosidad, la que me proporcionó los fundamentales y fabulosos datos en torno a los residentes, ciudad y nobleza de la Lucena del siglo XVIII, piedra angular de mi novela Sanjorgistas y Aracelitanos, publicada en 2011, primera de un proyecto de novelas históricas, agrupadas bajo el título de Episodios Lucentinos, cuya continuidad hace tiempo que asumí imposible. No obstante, cuando todavía soñaba con la riqueza (más espiritual que dineraria) de la perspectiva de la empresa (ahora las desdichas y el tiempo han emborronado la escena y amargado el regusto del deseo), todavía me adelantó un puñado de sustanciales notas, fichas, antecedentes, detalles y reseñas, que guardo como un preciado tesoro en mi modesto patrimonio, conservándolos inmaculados, reservados a una segunda entrega noveladora con la devoción con la que una monja se reserva a Dios; pues, lo he advertido, no existe pretensión o aspiración de rendición a las pasiones de la edición. Y, como el desprendimiento de la amistad no conoce de límites ni obstáculos, tampoco dudó en aceptar el ofrecimiento de prologar mi última obra: Breve aproximación histórico-jurídica al constitucionalismo español; restituyéndome, con tan munificente gesto, la condición de deudor con justa exacción de intereses.
El historiador y profesor José Manuel Valle Porras, especialista en heráldica, cuya singular esplendidez no siempre es localizada o focalizada, nos regala, para el gozo y disfrute común, la publicación de Tras el oro del Rin. La imagen de Alemania en los viajeros españoles (1842-1920), meticuloso compendio del legado epistolar y dictaminador de ocho ilustres españoles en una época transcendental para un territorio que deambulaba entre la unidad de estados y la unidad del estado, entre el Sacro Imperio y Alemania. Una nación que se creyó de naciones, una nación que nunca dejó de ser Germania.
Ramón de la Sagra y Peris, Juan Valera, Mariano Vázquez Gómez, Emilia Pardo Bazán, José Ortega y Gasset, Julio Camba, Ricardo León y Román y Félix Díez Mateo. Ocho testigos de excepción para un periodo de excepción. Ocho testimonios que Valle Porras sintetiza en un ensayo con la precisión milimétrica de un artesano del verbo, encajando las palabras de cada personaje cuales piezas de puzle para construir una narrativa histórica eficaz y amena. Así, el autor cataloga todo el material declarativo de nuestros egregios protagonistas y, tras servirse de sus manifestaciones a modo de proemio, exponiendo o presentando el contexto histórico del país de destino y biográfico de los visitantes, como ejemplarizante proclamación de intenciones, pasa Valle Porras a desplegar su obra en once bloques temáticos: lugares, evolución política, economía, clase media, mentalidad y carácter, gastronomía, costumbres y peculiaridades, cultura y ciencia, literatura, música y filosofía. Entonces, el autor invita a aquellos espectadores privilegiados a intervenir. Como si de una tertulia o mesa redonda se tratara, los ponentes, personas superlativamente versadas, confrontan sus opiniones sobre las diversas materias en un debate que José Manuel Valle modera con el envidiable talento que le conceden sus capacidades históricas y su brillante intelecto, su dominio de la sintaxis y su respeto por las fuentes, en un inimitable juego en el cual las barreras del tiempo se difuminan y el franqueo del espacio se suspende con afortunado sentido expresivo.
Los intervinientes nos descubren las vicisitudes que se van sucediendo en esa amalgama de apariencia indefinida que para todos es Alemania, revelando sus opiniones, confesando sus inquietudes, despertando sus anhelos, sirviéndose de un implacable turno de palabra que Valle Porras administra con justicia, para concluir que es sólo el amor a la patria lo que los mueve: «Lo que desde 1842 es una tendencia observable en los escritos de nuestros viajeros […], alcanza a principios del siglo XX su cenit: en la España del desastre, consciente de su decadencia, salta la chispa de la reacción bajo el nombre de regeneracionismo. Muchos españoles buscarán en Alemania la solución. […] volver la vista al ejemplo alemán equivalía […] a modernizar España. La investigación histórica ha constatado los fuertes vínculos que hubo entre los logros alemanes y el desarrollo de la cultura y la ciencia españolas. El nuevo oro del Rin, acaso no del todo distinto de aquel por el que porfiaron los nibelungos, se convirtió, a principios del siglo XX, en presa de las mejores voluntades hispanas».
La esperanza de aprender todo lo mejor e importarlo a España, en aras de lograr su avance, y hacerlo con esa desinteresada generosidad, equivalente a la que nos obsequia José Manuel Valle Porras con su obra.