Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

En concierto

Soy un esteta. Lo reconozco. En su amplio significado. Aunque alejado de la grosera superficialidad. El arte es un valor esencial de la humanidad, o sea, pero la belleza de las cosas la encuentro en la armonía y el orden, en el equilibrio simétrico proporcionado por la coherencia de un método disciplinado. La organización como base de la perfección. O una aproximación a ella, al menos —la perfección es una entelequia, por suerte o por desgracia—. Procurar cumplir, centrándome en el hombre, aquel aforismo latino de «mens sana in corpore sano».

Volviendo al arte y las cosas, o a las cosas del arte —la humanidad en sí misma no merece la pena—, siempre me pareció más bello un jardín versallesco o un bosque escocés que una ciudad moderna, con las cuadrículas, el gris del asfalto, los edificios de alturas siniestras y desemparejadas, las fachadas de gusto individual —sin respetar unas normas de estética arquitectónica—, el atronador ruido de máquinas y conciudadanos; o, si me apura, que la foto monocromática de una nívea ladera montañosa o de un infinito azul marino. Prefiero una obra de Velázquez, Murillo, Rembrandt, Renoir o Monet que todo el Museo Reina Sofía; incluso la vertiente de grabados de Goya y la retorcida inconsciencia de El Bosco o Brueghel son mejores que todas las variantes del surrealismo. Llámeme anticuado, si lo desea; el caso es que soy incapaz de relacionar Arte con un brochazo negro sobre lienzo blanco, con un retrato de ángulos rectos o con una efigie hecha de rollos de papel higiénico.

Me pasa igual con la poesía libre, tan burda, artificial y fraudulenta a su sentido natural, tan incomparable a los versos de métrica y rima clásicas; porque crear un poema no es un simple acto de reunión de palabras en breves líneas. Tampoco la música es tal, si no sirve para amansar a las fieras: los gritos o ritmos estridentes sólo son sonidos.

Y esto de la música merece trato aparte. No hay mayor belleza musical que la de una orquesta sinfónica interpretando una pieza dieciochesca o decimonónica. Mozart, Beethoven, Strauss, Mendelssohn, Bach, Vivaldi, Tchaikovsky, Schumann… serán eternos gracias a una música que transmite emociones hasta el epicentro del alma humana, desbordando pasiones primitivas, alcanzando fibras primigenias de la vida, las cuales conformaron nuestro origen y son componentes básicos de nuestra especie. Por ello, sobrevivieron a sus autores, nos sobrevivirán a nosotros y sobrevivirán a nuestros nietos. Perdurarán, su fin será el resultado de nuestro propio fin. Todo lo demás, todas las demás son meras modas pasajeras, prescindibles, con el oscuro olvido como destino.

La sensación se completa cuando el ojo es testigo directo de la ejecución sincronizada de la composición por el grupo de hombres y mujeres integrantes de una orquesta sinfónica. Parece inexplicable, prodigio cuasi mágico, la maravillosa música que puede emanar de un considerable número de personas coordinadas en idéntico propósito. Sin embargo, no es ilógico, si confiamos en la posibilidad de extraer la perfección a través de la armonía, la disciplina, la organización. Consumar un alto grado de pureza en la belleza no es quimera de la imaginación, si prescindimos del caos en pos del orden favorable a la exquisitez de la melodía.

Sigo desde hace tiempo una tradición. Con independencia de la noche anterior, cada mañana de Año Nuevo, a las once y cuarto, me siento ante el televisor para escuchar y ver el Concierto ofrecido por la Orquesta Filarmónica de Viena. Lo de ver es destacable, por su importancia; pues la realización, sin desmerecer las postales de los paisajes, monumentos y edificios austríacos, o las representaciones de ballet en los escenarios más lujosos, ofrece panorámicas desde distintos puntos de la Sala Dorada del Musikverein, regalándonos apreciados planos de la Filarmónica.

Entonces, se disfruta del concierto en su plenitud. A cada pieza de la familia Strauss, sabiamente introducida por la voz de José Luis Pérez de Arteaga, la acompaña la correspondiente imagen de la interpretación sinfónica. Como espectador, no dejará de impresionarme la virtuosa labor de decenas de maestros, ejecutando cada nota con arreglo al compás marcado por la batuta del director de turno, dotando de portentosa vitalidad a los signos impresos de sus partituras. Desde el concertino al último violonchelista, fagot, flauta, trompa, platillos, arpa, oboe, clarinete, trompeta, contrabajo… enlazando acordes con puntual y aplicado celo.

Ni el artefacto más moderno, ni el ordenador más avanzado, ni el sistema informático más aventajado, podrá hacernos experimentar semejante plétora de placer artístico. No podrá reproducir el legado de los compositores clásicos con la perfecta belleza de los maestros e instrumentos de una orquesta sinfónica en concierto.

Julián Valle Rivas.

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