Caramba, la que se montó hace cuatro meses con la muerte del periodista árabe Jamal Khashoggi… Con el asesinato, quería teclear, perdón… Reconozco que la trama invitaba a mantener el colmillo babeante, con pátina de plan preconcebido, complot en embajada, lobos con placa pública, estatal, alrededor de su presa y el mismísimo príncipe saudita trazando las líneas maestras y dando órdenes a distancia, como los grandes generales, para no ensuciarse de sangre la chilaba, o lo que vista un príncipe árabe. Y eso de que el heredero del reino saudí se fije en tu humilde e insignificante persona, aunque sea con fines liquidadores, qué quiere, no deja de ser un honor.
Lo tecleo porque, hasta hace poco, la policía islámica, el Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio, estuvo matando mujeres, literalmente, en plena calle sin que a nadie importase un carajo. Uno de los casos más graves fue el acaecido en 2002, cuando obstaculizó las labores de rescate en el incendio de un colegio, donde murieron quince alumnas, pues no llevaban túnica y velo. Cierto que hace un par de años se procedió a reformar la normativa reguladora del cuerpo religioso, procurando moderarlo. Así, se estipuló: «Ni los jefes ni los miembros de la Haia tienen la potestad de dar el alto, arrestar o perseguir a la gente o solicitar sus documentos de identidad, acciones que se consideran dentro de la jurisdicción de la policía o el departamento antidroga». Claro que, como la citada disposición no prohibía expresamente eso de apalear y matar en mitad de la calle, hubo la necesidad de acotar la narrativa del texto con aquello de que es obligado que los agentes «… cumplan con sus funciones de fomentar la virtud y prevenir el vicio con bondad y humanidad, según el modelo establecido por el profeta Mahoma y sus sucesores legítimos». Redacción que queda más salada y dicharachera, pese a no especificar cuáles serían las consecuencias en el supuesto de que un engalanado agente islámico, pelo engominado, bigotito a lo Clark Gable, inmaculados guantes blancos, pañuelo con nudo Ascot al cuello, aire humilde, se acerque a una descocada joven árabe en zapatillas y camiseta de deporte y, tras una leve inclinación a modo de saludo, riguroso empleo de la fonética, le ruegue: «Señorita, disculpe, ¿sería usted tan amable de cubrirse con un nicab? Su controvertida actitud está hiriendo sensibilidades y revolucionando la dulce y pacífica convivencia traída por Alá». A lo cual, con mucho donaire y simpatía, la requerida le responda: «¡Vete a tomar por culo, puto estirado!». Llegado a este punto, el agente, respingo estupefactivo, bien podría considerar que lo más humano que podría hacer por la joven sería enseñarle educación a base de palos. Terminaría agradeciéndoselo, a largo plazo. Consecuencia de una interpretación amplia, el gentil agente también podría estimar que pegarle un tiro en la sien sería gesto de bondad superior al de rociarla con gasoil y prenderle fuego.
Hoy en día, supongo, con la inmediatez que nos ha traído Internet y su facilidad para transmitir imágenes, unido al ánimo sensiblero y amoroso que pulula por el mundo, las barreras de la tolerancia se han comprimido; ya no consentimos maltratos que asumíamos como natural manifestación de la tradición hace quince años, incombatibles e integrados en los parámetros de la hipócrita política de no injerencia en las cuestiones internas de un país, siempre que no hubiese —de ahí lo de hipócrita— intereses —económicos a ser posible— por medio.
Nos hemos vuelto más fraternos, entonces, reenviado crespones negros por redes sociales y cubriendo de velas, afligidos y lacrimosos, rincones públicos, cuando la tragedia del terrorismo sacude la idealizada realidad en la que vivimos. Lo hacemos cuando se producen en Europa o Norteamérica, por supuesto; cuando vienen a alterar nuestro apacible, dulce y mágico universo de felicidad. Mujeres, niños y ancianos mueren por cientos diariamente en Oriente y África, no sólo de inanición, sino por guerras y atentados. Frente a tales sucesos, no veo a muchos ciudadanos prodigarse, reenviando crespones negros ni encendiendo velas en las calles de París, Berlín, Nueva York, Londres o Madrid. Al contrario, lo asumimos como algo habitual, de una brutal cotidianeidad; algo residual al cual acudir para rellenar minutos de informativos; tan reiterado que se convierte en costumbre o manifestación cultural. O tal vez prefiramos mirar hacia los pastores y ninfas de Arcadia antes que hacia los millones de refugiados contenidos en Turquía gracias a la subvención europea.
Mientras, el príncipe saudita se pasea por los platós con sonrisa tranquila y segura, al puro estilo Profident, y saluda con un qué pasa brother a su colega ruso en las cumbres internacionales. Porque, sinceramente, va tan sobrado, de dinero y de todo, que imaginar a un periodista amargándole la fiesta se antoja jocosa estulticia.