Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

La vocación y el talento

Renunciar a la vocación es el mayor atentado contra la conciencia, el corazón y el alma; derrite los sentidos y sume en un profundo estado de perenne tristeza infinita. Renunciar a la vocación es una muerte en vida, una melancolía crónica, una nostalgia suicida, una añoranza patológica recubierta con una fina capa de satisfacción, translúcida, cuasi evocadora, una satisfacción con cotas de abatimiento y lustre de amargura. Renunciar a la vocación es un terror nocturno, una pesadilla teñida de añil opaco, que no concede la gracia de definir a los monstruos, ni de despertar, condensado el sobresalto. Renunciar a la vocación es un acto de falsedad, es luchar contra el Destino y creer en la victoria, es la más osada forma de mentira reflexiva. Renunciar a la vocación es sacrificar la condición humana por una genética mecanizada, carcomida de pragmatismo chabacano y automatismo deliberado. Porque, renunciar a la vocación, es forzar una reconfiguración sistémica, es un andar sin rumbo, es un proceso de desubicación en serie, una caída libre sin tiempo ni memoria, una trágica fatalidad.

Pero no hay que reducir el predominio del verbo a renunciar o abandonar o renegar. O no en el contexto perfilado por la voluntad. Quiero decir que a veces uno se ve obligado a dejar a un lado la vocación, a relegarla a la zona abisal de la inquietud, a las fronteras de la prioridad.

La necesidad, sí, la necesidad es la razón de la actitud. Esa maldita, demoníaca necesidad que lleva a demandar aquello que el instinto reclama: ese alimento que fortalezca, ese techo que cobije, esa ropa que abrigue. Pues la vocación, pendenciera y canalla, no siempre es suficiente para satisfacer la necesidad.

Una vocación no deja de ser una inclinación hacia algo, hacia una profesión u oficio, por lo general; una propensión hacia el mismo. Vivir de la vocación es una de las más ilustres gracias que puede ser concedida. Fuera de esto, pocas cosas quedan, y, las que queden, podrían contarse con los dedos de una mano. Vivir de la vocación supone una dedicación constante, un ingente número de horas destinado a un ejercicio natural para la persona. Es el culmen de la condición innata, de una habilidad congénita que equilibra el estado anímico, físico y mental, aplicado a una actividad que reporta los elementos exigidos para cubrir aquellas necesidades con mayor o menor holgura. Si se puede vivir de la vocación, si la vocación, en resumen, proporciona el dinero que atienda las necesidades, la felicidad se torna incontable: se puede trabajar de la vocación y vivir del trabajo.

No es viable o posible una mala vocación (se nace con ella y para ella), sí, una vocación mala; pues, toda vocación, para que reporte esa plena felicidad, como elemento yuxtapuesto, precisa del talento. No resulta insólito, a veces ocurre, confundir los términos. Sin embargo, disfrutar de una vocación no implica que se haya concedido la virtud del talento para desarrollarla con la excelencia requerida; disponer del talento para ejercitar una actividad no supone que ésta sea vocacional.

Uno puede tener el talento para escribir, diseñar, pintar, investigar, construir, reparar o incluso asesinar por libre o a título mercenario, lo cual no significa que alguno de ellos sea vocacional, de modo que alcanzar la felicidad se torna entelequia: ningún placer se obtiene de un talento carente de vocación. Si bien, ese rutilante talento colma la necesidad, esa infame imposición destructora de sueños, ya que la ausencia de vocación es el aplastamiento de un sueño, la transmutación de una ilusión idealizada en una idealización ilusoria. El talento, tecleaba, atrae la complacencia de la necesidad.

Al contrario, la vocación sin talento para ejercerla no cautiva al ingreso de la materia que clama alimento, techo y vestido; sólo es un deseo inane, un impulso sin estrella, o de estrella escacharrada, como fundida, puesto que se plasma como un designio sin luz, abocado al fracaso.

Lo complejo del cuadro es que esa vocación, aun despojada del mínimo talento, es garante perpetua de la felicidad. Una felicidad mísera, en verdad, mostrenca, como de vagabundo discrecional, aunque felicidad, al cabo. Una felicidad sin talento que se vuelve personal e intransferible. Única y narcisista, como un placer egoísta al tiempo que ineluctable, como una mixtura de densidad contrapuesta, concebida para la anarquía de la pasión.

¿Se puede vivir de la felicidad rayana la indigencia? ¿Se puede vivir con la sola dicha de la vocación, a sabiendas de que no está ungida por la gentileza del talento? ¿No agradaría más a la conveniencia el olvido de la vocación, ostentoso en la necesidad? ¿No es más fácil aferrarse al talento, con independencia de su dignidad o grado, de su elevación, aval de cierta prosperidad?

La vocación sin talento para el buen fin nos empuja hacia una incómoda lucha interior, hacia una batalla en continua vanguardia.