Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Una historia de venganzas

—Dios, tengo un amigo asesino. Un asesino de verdad. ¿Y tú, cómo te sientes?
—Lo que siento es no haberme comprado una pistola hace mucho tiempo.
—¿Sigues hablando con los muertos?
—No, ya no.
—Claro, ahora los fabricas.
Carlos Augusto Casas, Ya no quedan junglas adonde regresar.

Cuando las circunstancias son las que son, y no las que algunos se empecinan en despacharnos con redobles de prosopopeya y malgasto de flores al aire; cuando se carece de un trabajo que repercuta directamente en el proporcionado incremento del volumen y peso de la faltriquera, no queda sino renunciar a aquello de lo prescindible, aunque, en realidad, sea imprescindible; no queda sino priorizar, prescindir de lo menos imprescindible. Mientras carezca de un trabajo digno de alegrarme el bolsillo y devolverme el concepto de patrimonio, la construcción de mi biblioteca ha de verse paralizada, cual proyecto urbanístico en mitad de un descampado cochambroso y poblado de jaramagos. Por suerte, hay bibliotecas públicas a las cuales acudir a satisfacción (más o menos), y amigos, quienes, conscientes de que la lectura es en mí necesidad tan perentoria como el respirar y el comer, repletos de generoso altruismo y réplicas con aspavientos ante mis pudorosos reparos, me suplen con obras propias y ajenas, cuya existencia siquiera habría constatado (las ajenas, claro), no por desinterés, demérito o desprecio; sencillamente, por no poder estar a todo. Haciéndolo a través de la liberalidad de la donación, subscribiendo un contrato de préstamo o cediendo el usufructo temporal, en función de las cargas y gravámenes que repercutan a ocasión; mi compromiso de no ejercer la usucapión en sempiterna vigencia. Obras marginadas por superlativa injusticia de tournées literarias de áticos y canapés, covachuelas editoriales de alto copete, cierres informativos en horario de máxima audiencia o casetas de primera línea en ferias de libros. Obras privadas del dulce adoquín de la fama engalanada de oropel y recibida por alfombra de sufrida chenilla.

Me ha supuesto una grata sorpresa y una inenarrable delicia leer Ya no quedan junglas adonde regresar, del periodista Carlos Augusto Casas, ganadora del VI Premio Wilkie Collins de Novela Negra. La historia, en principio, resulta simple: «Por eso no podía fallar —escribe Casas—. Porque las cosas simples siempre funcionan». Mateo, Teo, el Gentleman, es un septuagenario viudo y aburrido, aplastado por la monotonía y devastado por el paso de un tiempo que se consume lenta e insípidamente, triste («El tiempo, no se puede hacer. Desde que nacemos lo vamos perdiendo y no podemos recuperarlo»). Ubicado en tamaño retablo románico, la mera razón de su existencia se reduce ya a esos jueves en los cuales contrata a una joven prostituta, Olga, con quien imagina una vida más feliz, pues «Nos mentimos una y otra vez. Es la única forma de que la vida nos resulte aceptable». El día que Olga aparece asesinada, Teo, hastiado de ver cómo el destino le arrebata todo lo que le importa, de percibirse subyugado por la ortodoxia de las reglas y los perfiles de la especie, saciado del acomodo a la inutilidad, clama venganza. Su misión lo transforma: «El espejo le devolvió el reflejo de un desconocido»; no en vano, «Planear una muerte le había dado la vida»; iniciando un ajuste de cuentas a riesgo y ventura, sin aguardar la utópica, ilusoria esperanza de una Justicia Natural: «Lo único que he conseguido teniendo paciencia es hacerme viejo mientras esperaba algo bueno de la vida. Ya no tengo tiempo para tener paciencia».

Con un lenguaje, con un estilo narrativo salvaje y descarado, directo y demoledor, ameno y absorbente, ocurrente y disipado, deleitoso y cautivador, Carlos Augusto Casas, nos fascina e hipnotiza con la historia de una venganza que, en verdad, son cuatro; si bien las restantes gravitan, cuales satélites, en torno a la principal, a una primigenia venganza, la cual, como mortero para bastimento, adhiere todas las demás. Una historia desarrollada con maestría, excepcional talento, mediante el empleo para la acción de un ritmo frenético, asfixiante, estimulante, que envicia al lector al poco de mimetizarse con la tonalidad de unos personajes diseñados con plumilla y moldeados en el torno de un diestro alfarero atento al detalle.

Pero ¿se trata en efecto de una historia de venganzas? El lector que goce del privilegio de saborear esta novela pronto captará la sazón en su trasfondo, que la vejez no es el final, si la fatiga deja de potenciar la achacosa imagen arrojada por aquel espejo; que todavía se puede luchar y vencer, soñar y complacer, ser útil… y peligroso: «Eso es lo peor de hacerse viejo, que te vuelves inofensivo para el resto del mundo. Y me jode, no veas cómo me jode». Es esa vitalidad y energía apasionadas y contagiosas: «Joder, Gentleman, eres un asesino… la madre que te parió, qué envidia». Es ese despertar interior a la libertad, a que cualquier cosa es posible, si renegamos del hecho de sentirnos las víctimas del mundo, del tiempo, del destino, del sino, de la fortuna, de la providencia, de la casualidad, de la vida, y nos convertimos en sus verdugos: «Sí, el viejo tenía que reconocer que era mucho más feliz […] incluso, pensaba que más libre. Todo se lo debía al momento en que descubrió que el mundo se veía mucho más claro cuando estás detrás de un revolver».