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En defensa de Urdangarín

Las últimas decisiones judiciales en el caso Urdangarín están sirviendo para el regocijo de los defensores del sistema: se trataría de la mejor muestra de un país en el que todos seríamos iguales ante la ley. Es falso de toda falsedad, volvemos a las técnicas inquisitivas propias de otro tiempo. Es cierto que una ciudadanía desconocedora de las técnicas procesales, y ávida de noticias que coloquen a los poderosos bajo la sombra de la guillotina parece bien satisfecha también. Pero en mi opinión lo que está ocurriendo es lamentable, basta para llegar a dicha conclusión con analizar la incondicionada admisión de los email remitidos al Juzgado por la defensa de Torres. Su incorporación a la causa, al menos en la forma en que se está haciendo, vulnera las exigencias de un proceso acusatorio con daño al principio elemental  de la “igualdad de armas” que debe regir en el mismo.

El acusado, en cualquier procedimiento, debe saber  en cada momento no sólo de lo que se le acusa, sino también de las armas con las que cuenta el acusador. En caso contrario, carecerá de los instrumentos necesarios para planificar su defensa. Como dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, si un imputado se ve limitado en sus derechos organizará su defensa con una capacidad considerablemente disminuida, pues le dominará la angustia. Cualquiera de nosotros puede colocarse mentalmente en el lugar de Urdangarín, ¿qué hacemos cuándo el que nos denuncia posee un material que administra a su antojo en la forma en que más le conviene? ¿De qué se nos va a acusar en cada momento?  Procesalmente, las posibilidades de remediar una vulneración de dicha naturaleza son claras: conceder un plazo límite para la entrega de la documentación en poder de las partes. Es cierto que Torres no forma parte técnicamente de la acusación, pero de hecho opera como tal.

Louis Antoine de Saint-Just, el “arcángel de la guillotina”, uno de los más brillantes líderes de la Convención francesa, afirmó que “los reyes nunca son inocentes”. Una contundente frase destinada a la inmortalidad, en la forma que tanto gustaba a los jacobinos. En la práctica sirvió para que la condena a muerte de María Antonieta se fundamentase en acusaciones tan deleznables como la de haber incurrido en incesto con el delfín. Lo que se quería era la muerte de la familia real, las exigencias de un proceso justo se convertían entonces en meros obstáculos.

Todos incluso los reyes somos inocentes. La sociedad de hoy, como la de otros tiempos, disfruta con la ejecución de los “privilegiados”, una simple muestra de su envidia y crueldad. Vichinsky ha sido sustituido por un fiscal más cruel: la opinión pública. A todos nos alcanzará.

Placido Fernández-Viagas Bartolomé

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