Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Mi 1-O

Uno de octubre. Pasado un cuarto de las siete de la mañana me despertó mi hija… Parece que ha nacido con un reloj biológico, pues alrededor de las siete saluda al día pidiendo agua. Alargué el brazo y le di la botella o el bote para que bebiera, lo primero que alcanzara. Con suerte, me dejaría unos minutos más, pero hoy no. Después tocó la fase de aguas mayores y menores, ducha y demás, que voy a obviar en este texto. En el desayuno, decidí encender la tele (intento no hacerlo, por lo general) para saber qué estaba ocurriendo con el referéndum, son poco más de las ocho y en la pantalla se sintonizó la Primera de Televisión Española. Vi a dos miembros del gobierno de la Generalitat que daban instrucciones sobre el referéndum.

«Mickey. La casa de Mickey Mouse» Mi hija me pidió que le pusiera una serie de dibujos. Me hice el sueco y ella siguió con su desayuno. Escuché que habían decidido que el censo fuera universal, que se podría votar en cualquier colegio con cualquier papeleta que uno se trajera de casa y sin sobre. Me dije que esto no era serio. «¿Y Peppa Pig?» Miré a Malena y le dije que después le pondría los dibujos… Como estaba comiendo, no me insistió. Yo hubiera esperado que la Generalitat hubiera decidido aplazar la consulta por la imposibilidad de realizarla en condiciones, pero me dio la impresión, tras oír a Romeva, que lo importante no era realizar el referéndum, sino hacer ver al Gobierno y a España (Cataluña incluida aún) que nada impediría el referéndum. Pensé que votar de cualquier manera no era votar, que parecía que la Generalitat ya supiera el resultado y le diera igual cómo se votara… En verdad, se intuía que todo el que opinara que sí lo iba a hacer. Después, decidí ponerle un poco de Peppa Pig a Malena.

Cuando terminó el capítulo, se marchó a ver qué hacía su madre. Yo aproveché para cambiar de canal. Esta vez sintonicé Antena 3 que había interrumpido su programación para situarse en el colegio en el que Puigdemont anunció que iría a votar a las 9:15. Aún quedaba casi un cuarto de hora, había mucha gente haciendo cola y un tractor enorme tapaba casi por completo la entrada. Había muchos menores de edad en las filas, lo que me preocupó, ¿acaso la Generalitat no había avisado de que era un día complicado y de que la Policía estaba dispuesta a cerrar los colegios? Y llegó la Guardia Civil. La gente que hacía cola, al verlos, formó una cadena humana agarrándose del brazo de la persona de al lado (algunas personas tuvieron el gesto canalla de poner a los menores en primera línea. Lo vi). La Guardia Civil pidió que les dejaran pasar, pero la cadena humana hizo caso omiso, así que los guardias empezaron a romper la cadena tirando de sus puntos más débiles, los brazos. Hubo gente que se salió voluntariamente de la cadena y, en ese momento, los agentes aprovecharon para tirar del resto. No fue cuestión de fuerza, sino de maña. En un momento, la Guardia Civil había conseguido llegar al tractor y, probablemente, inspirados por el modelo de resistencia de los presentes, compuso una cadena del mismo modo. La cámara de televisión estaba situada justo frente a esta cadena de guardias civiles y percibí que ya empezaban a calentarse los ánimos. Vi a un señor con camiseta roja cruzado de brazos al que uno de los agentes le dijo que se echara para atrás repetidamente, como este no lo hacía, le empujó: el hombre, que siguió cruzado de brazos, dio un paso atrás, nada más. No pudo ir mucho más, porque quienes tenía detrás gesticulaban y lanzaban espumarajos por la boca (no sé lo que decían, porque la periodista narraba todo y su voz enmudecía el sonido ambiente). Hasta el tipo de brazos cruzados se volvió más de una vez, con cara de asustado, a mirarlos. Un guardia civil se salió de la cadena para hablar con alguien: con la visera del casco levantado, departía con alguien que, probablemente, era un mandado. No consiguieron mover el tractor, pero empezó a salir gente del interior del colegio. Pasaron las y cuarto y Puigdemont, evidentemente, ya no iba a aparecer por allí. Apagué la tele. Confié en que así iban a ser en todos los colegios, porque de un modo limpio, con tirones y poco más, habían conseguido deshacer la cola para llegar al interior de su objetivo. Pero luego pude ver en vídeos de redes sociales que no fue así. En Facebook, además, ya empezaban a compartirse imágenes de heridos que Maldito Bulo rápidamente demuestra que son falsas.

A eso de las once me fui con mi hija a los columpios. Allí sigo de manera intermitente lo que pasaba en Cataluña desde el móvil. Sin nada destacable por el momento.

Durante el almuerzo no vi el telediario, como es costumbre en casa. Además, mi mujer resolvió esta situación fácilmente: «¿No es ilegal el referéndum? Entonces, no entiendo por qué la policía no se dedica a poner multas a cada persona que meta una papeleta, en lugar de movilizar a tantos agentes que nos estará costando un ojo de la cara». Sin duda, un método más efectivo, más pacífico y más rentable.

Tras la siesta, observé que Twitter y Facebook se llenaban de imágenes sobre gente herida por las cargas policiales. Menos mal que existe Maldito Bulo que me reveló que eran falsas, al menos, tres cuartas partes de las imágenes que me llegaban. Se aceptaba la mentira o se daba por hecho que todo era real sin que nadie se cuestionara un ápice que en las redes sociales casi nada es lo que parece. Yo pensé: esto solo consigue que la gente se enfrente entre sí, mientras que todos los políticos están frotándose las manos para sacar partido de esta situación (y así sería, desde un PP que se autoproclama defensor de la legalidad –después de los casos de corrupción, paradójicamente– o un Podemos que incita a la subversión –y, luego, pide diálogo, otro grupo que cultiva la paradoja–, hasta la CUP defendiendo el derecho a votar –¿ahora votar es antisistema?– o un JXSÍ que quiere establecer una legalidad quebrantando la vigente…); por lo que decidí no mirar más las redes hasta la noche o el día siguiente.

Antes de la cena y de dormir, paseé con mi hija y me acordé del poema de mi amigo Antonio J. Sánchez que se titula «Banderas» (como un texto visionario). Se notaba en el pueblo la consternación acerca de lo que ocurría en Cataluña, cada vez me indignaba más que hayan sido los políticos los que hayan forzado esta situación, y yo me esforzaba por recordar:

Nos engañaron, nos engañamos.
Confundimos lo importante,
olvidamos que los más altos ideales
están en blanquear la fachada de casa,
en montar en bici los domingos
y en ir a hablar con el profe del crío
a ver cómo va en matemáticas.

Son poco más de las diez de la noche, aún no se sabe cuál es el resultado de la consulta y yo tengo algo mucho más importante que hacer… Con el pensamiento de que en la angustia de que quienes ostentan –y ansían– el poder obvian los versos antes reproducidos, le canto una nana acerca de un tobogán a Malena para que se duerma.