Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Tito el epistológrafo

Julián Valle Rivas

Pues hoy me voy a dar el lujazo de ahorrarme el tecleo adjuntando una carta que me envió mi buen amigo Tito durante su fin de semana en Madrid, la cual, me parece, goza del suficiente interés. Carta remitida por correo electrónico, sí; pero él es muy tradicional en cuanto a las formas.

«Estimado amigo:

Pasado el mediodía del sábado matritense, me resulta imposible contener el ánimo de escribirte unas palabras, comentándote lo mejor y lo peor de la media jornada. O sólo lo peor, según apreciaciones. En todo caso, con el fin del esperado disfrute mutuo: el mío, asegurado, recordando y contándotelo; el tuyo, augurado, imaginando y divirtiéndote. Simultáneamente, te pongo al tanto de los aconteceres capitalinos, dada tu renuncia a la aventura oposicionista.

La inmortalidad de mi deficitaria situación económica —el siseo a los amigos es ya una cuestión de principios—, me obligó a viajar a la Villa por medio del transporte por carretera. Me refiero al autocar, esa mole comunitaria que reduce a la mínima expresión el concepto de “asiento individual” y condensa el espacio personal a la mitad del volumen de un individuo medio, hasta redefinir el término “incomodidad” a un grado de infinita superlación. El olor a humanidad y la falta de ventilación son historias aparte, demasiado extensas al momento. No obstante, viajando de madrugada y con el asiento contiguo libre, pude amodorrarme, con la riqueza de variar de postura, acogiéndome al limitado hueco “inter sedes” —o como se diga el latinajo—. Discutible privilegio que relativizó la duración del trayecto y me descubrió la flexibilidad de las extremidades, adaptándose en inconcebibles ángulos.

Llegado al destino, aguardé en la estación la hora del desayuno. Sentado en un banco de buen metal, el frío del amanecer otoñal traspasaba el poliéster de mi indumentaria y, conducido sin impedimento por el acero, el vaquero del pantalón. Pese a que mi cuerpo rozaba la experiencia del cero absoluto, mis sentidos captaban los datos del entorno con plena receptividad.

Con los brazos cruzados, procurando calentar el pecho, mis ojos y mis oídos apreciaron a los resignados usuarios del servicio público, desde aquellos cuya cara de aburrimiento era notoria hasta los grupos cargados de maletas y cajas envueltas en plástico (uno empezó a desenvolver, y si no estuvo diez minutos, logrando reunir un ovillo de cincuenta centímetros de diámetro, no estuvo nada), pasando por quienes mataban el tiempo leyendo un libro u ojeando una revista, quienes se habían visto comprometidos a ir de acompañantes o quienes aprovechaban para dar una cabezadita. Dentro de estos últimos se sucedió una anécdota que no quiero dejar pasar.

Un puñado de personas de Europa del este charlaba distendidamente. Dos paisanos, cuyos malos modos y pintas debían excluirlos de la camarilla, estaban apartados. Uno de ellos, tumbado, dormía ocupando tres sitios. Una agente de seguridad, menuda, pero con un par, le dio unos toquecitos, pidiéndole, educada y profesional, que se sentara correctamente. El tal, arrancado del seno de Morfeo, incorporándose molesto por la invasión, le recriminó el gesto con feos reproches en su lengua materna —el tono y las maneras no se interpretaban como disculpas—. La agente se mantuvo firme. Cuando ésta se hubo alejado, aún bajo los efectos del sopor, dirigió una mirada cómplice a su compadre, el cual afirmó con un seco movimiento de cabeza, y de nuevo se tumbó.

Cualquier vejiga humana es limitada, y resulta que el compadre se levantó para ir al escusado. Fue entonces cuando la agente, en su ronda, pasó por allí. Esta vez fue más contundente, también la reacción del extranjero, que dio una voz y golpeó el banco. La mujer —“dale más fuerte”, comentó— acercó la mano a la porra con sutilidad y un compañero de considerables dimensiones se acercó al lugar de los hechos. Sea por una u otra cosa, el dormilón pareció tranquilizarse, asumiendo las normas. Los agentes siguieron a lo suyo, y el foráneo se cagó en los muertos del compadre, recién regresado.

Ahí debió terminar el asunto. Debió. Porque, al poco, el figura insistió en la posición fetal para garantizar el descanso. La protagonista femenina, ubicada a unos pasos de mí, se percató de la rebeldía y por el intercomunicador solicitó permiso para expulsarlo. La respuesta por el auricular fue negativa —posiblemente, el autocar no tardara en salir—. Lo dejó estar, y se marchó, chasqueando la lengua. Al fin y al cabo, era a ella a quien se le había sublevado. El otro se libró.

Continuando con lo mío, tras un desayuno en la cafetería de la estación, donde la relación cantidad/coste se integraría en el terreno de las defraudaciones, enfilé hacia la calle.

Punto y aparte, amigo. Tengo hambre e inflamadas las yemas de los dedos. Luego habrá ocasión de proseguir.

Saludos.»

 

 

 

Julián Valle Rivas.

Añadir nuevo comentario

Plain text

  • No se permiten etiquetas HTML.
  • Las direcciones de las páginas web y las de correo se convierten en enlaces automáticamente.
  • Saltos automáticos de líneas y de párrafos.