Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Senatus populusque hispanus

Julián Valle Rivas

Con ocasión de las últimas Elecciones Generales, una prima mía me preguntó qué carajo era eso del «Senado» (lo de «carajo» es de mi cosecha, ella no suelta vulgaridades), porque no lo entendía muy bien. Al momento caí en la cuenta de que en mi artículo «Simpáticas gilipolleces» me había comprometido a comentar algo sobre el particular, considerándolo —perdón por citarme— como una de aquellas «creaciones humanas a través de las cuales será de una facilidad pasmosa apreciar hasta dónde es capaz de llegar la tontería, entendiéndose ésta por su alto grado de inutilidad y por el notable desperdicio de ingenio, talento, manufacturación y tiempo».

Ante todo, conforme al artículo 69.1 de la Constitución Española, el Senado «es la Cámara de representación territorial». Y ya, nada más empezar, pinchamos en hueso, pues lo único que tiene de Cámara de representación territorial stricto sensu es la posibilidad que concede el apartado quinto del mismo artículo a las Comunidades Autónomas de designar «un Senador y otro más por cada millón de habitantes de su respectivo territorio»; además de la autorización que puede otorgar al Gobierno para adoptar las medidas que le confiere el artículo 155 de la mencionada Norma Fundamental. Fuera de esto, no hay atribución destacable que justifique la definición.

Para que el Senado español sea una auténtica Cámara de representación territorial los partidos regionalistas o nacionalistas deberían quedar limitados a tener escaño en la Cámara Alta. Quiero decir que partidos como PNV, CiU, PA o BNG no tendrían representación en el Congreso de los Diputados, sino en el Senado. Y claro, aquí volvemos a pinchar en hueso. El temor de los partidos de ámbito nacional a un posible repunte secesionista contiene la iniciativa —el miedo al qué pasará—, ignorando —o no— que los nacionalismos nunca estarán contentos, siempre pedirán más, aprovechándose de dicho temor. Al menos, es un consuelo, todos son conscientes de la escasa repercusión legislativa del Senado. Tampoco podemos olvidar que ello implicaría una reforma de la LOREG —Ley Orgánica del Régimen Electoral General—, tan intocable, al parecer, como la propia Constitución (o eso decían, hasta el pasado septiembre), alterando un sistema injusto y obsoleto, el cual ya es distinto para cada Cámara: sistema de representación proporcional, para el Congreso —constitucionalizado en el artículo 68.3—, y sistema mayoritario en su modalidad de voto múltiple restringido —no constitucionalizado—, para el Senado.

Los defensores del sistema bicameral para nuestras Cortes Generales alegan que es la forma idónea en aquellos Estados donde el poder político está territorialmente distribuido, garantizando la unidad estatal en una Cámara y la participación de las regiones en la otra. Añaden que es el mejor medio de control legislativo, condicionando las normas a un segundo punto de vista y evitando la precipitación en la aprobación de las mismas, resultando de ello un marco legislativo más seguro, eficaz y perfecto. Sin embargo, se alcanza entonces el tercer puyazo en hueso ajeno —preferiblemente—, porque las Cámaras realmente no tienen un poder equivalente. Al contrario, según dispone el artículo 90.2 de nuestra Carta Magna, tras ser aprobado el proyecto de ley por el Congreso, se someterá al Senado para su aceptación, enmienda o veto; después, «el proyecto no podrá ser sometido al Rey para sanción sin que el Congreso ratifique por mayoría absoluta, en caso de veto, el texto inicial, o por mayoría simple, una vez transcurridos dos meses desde la interposición del mismo, o se pronuncie sobre las enmiendas, aceptándolas o no por mayoría simple». Por tanto, el Senado tiene la oportunidad de opinar, pero no de decidir. La decisión final y definitiva corresponde a la Cámara Baja, todo lo acordado por el Senado podrá ser revocado por ella.

De este modo, estamos pagando a doscientas y pico de personas cuando no sirven para nada. Cuando sus conclusiones pueden pasárselas los compis del Congreso por sus distinguidas entrepiernas. Y así va España…

A ver, la Constitución de 1978 es una buena Constitución, aunque ha de adaptarse a la nueva realidad social, y esa panda de charlatanes —llamados políticos— ha de afrontarlo como algo natural, democrático y legítimo. Para eso se regula un sistema de reforma constitucional es sus artículos 166 a 169. Y para eso se ha demostrado que es muy fácil su reforma, si se tiene voluntad. La pena sería el estancamiento, la imposibilidad de evolución. Proceso, persisto en la idea, inherente a la naturaleza de cualquier sociedad… Sin pasar por alto que la Constitución de 1812, tan conmemorada en estos días, adoptó una organización unicameral de las Cortes.Julián Valle Rivas.

Añadir nuevo comentario

Plain text

  • No se permiten etiquetas HTML.
  • Las direcciones de las páginas web y las de correo se convierten en enlaces automáticamente.
  • Saltos automáticos de líneas y de párrafos.