El mayor logro del Estado Democrático y de Derecho no es el ejercicio del voto (perdónenme puritanos e independentistas), es la libertad de expresión. Consagrada en el artículo 20.1.a de nuestra Constitución («Se reconocen y protegen los derechos: a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción»), queda garantizada y es digna de defensa. Esta libertad resulta trascendental, y, como tal, tan sólo puede reportar ventajas, elementos positivos. Cualquier aportación negativa debe, pues, considerarse anecdótica, un daño colateral, una consecuencia secundaria del goce de poder disfrutar de un beneficio superior.
Entre las ventajas, me gustaría destacar dos. Primera, la libertad de expresión fomenta el pensamiento y la crítica, ennoblece el saber y, evitando el confinamiento intelectual, engrandece el razonamiento humano, favoreciendo desarrollo, avance, evolución. Segunda, la libertad de expresión nos obsequia con el más fiable informe estadístico del número de tontos, imbéciles e hijos de la gran puta que pululan por nuestro amado planeta, lo cual permite ubicarlos, señalarlos y catalogarlos. Por seguridad.
Las redes sociales (invento antihumano, donde el vocablo «social» se emplea como añagaza) se han convertido en el principal instrumento para el ejercicio y la propagación de la libertad de expresión. Su acceso universal y gratuito generaliza e iguala la facultad de cada uno para desplegar dotes eruditas, cultivar habilidades literarias, profesar tendencias ideológicas y filosofar sobre cualquier tema, aunque no se tenga ni puñetera idea del mismo. Sin importar raza, sexo, nacimiento o credo. Tampoco, estilo sintáctico, semántica empleada o respeto hacia la ortografía. Total, esto de las redes sociales va en plan colega, de tú a tú, en una suerte de analogía deforme y mezquina, ficticia, que envicia y conforma, desvía la atención, entretiene frente a la realidad… O acaso les haga más felices no mirarla fijamente.
Contra el tonto, poco se puede hacer; al cabo, es inimputable, está eximido de responsabilidad penal. Aguantar sus tontadas o tontunas, angelito, es un escenario que debemos asumir, uno de esos efectos colaterales. El tonto es tonto, o sea, pero también disfruta de sus derechos constitucionales. Se le ríe la gracia, un par de palmaditas, plas, plas, ea, ea, es verdad, chiquito, y vale. El imbécil, digamos, cuenta con una atenuante, es más difícil de soportar; de hecho, es un tipejo insoportable. Sus imbecilidades, soltadas así, en frío, en apenas unos caracteres, o sin ton ni son, con el punto final o el bien traído emoticono de cierre, notándose lo a gusto que se ha quedado, como quien echa el zurullo de la mañana, lo mismo pueden sacar de quicio al más común de los mortales que hacerse llevar las manos a la cabeza al más crédulo y confiado en las virtudes de la especie humana, en plan cómo es posible tamaña imbecilidad. Y el tipo, campante, habiendo evacuado ese magnífico zurullo en honor del respetable, se limpia el culo y te da la mano sin lavársela antes. Qué crack. Sí, al final, al imbécil acabas admirándolo, pulgar arriba: venerable es entender la imbecilidad como forma de divina magnificencia.
El problema surge con el hijo de la gran puta. Aquí el asunto se vuelve delicado. El hijo de la gran puta se escuda en la libertad de expresión para lanzar todas las barbaridades que se le pasan por la cabeza, cual válvula de escape de sus propias frustraciones y derrotas. Se diferencia del tonto y el imbécil en que éste se expresa sin atravesar el filtro de la razón, o su razón está escacharrada; ése se expresa careciendo de razón, venía de fábrica sin ella; y aquél se expresa cuando, navegando por el sereno mar de su razón, considera que su expresión es razonable. Esto es, no cabe hablar de impulsos. El cabrón es un hijo de la gran puta.
Con los citados precedentes, es un hijo de la gran puta quien ultraja la muerte de un niño que soñaba con ser torero, quien se alegra de las desgracias de aquellos con los que no sintoniza, quien arenga con ruin ilicitud a masas fanáticas y necias o quien se sirve del anonimato o la distancia para chulear o gallear, cual miserable cobarde, privado de las agallas suficientes para hacerlo a la cara.
Libertad de expresión no equivale a libertad infinita. No todo vale. La misma Constitución apostilla en el apartado cuatro del citado artículo: «Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia». Lo cual significa que ser tonto, imbécil o hijo de la gran puta no excusa un abuso de la libertad de expresión.