Eran otros tiempos cuando la honorabilidad, la verdad, el valor, la gloria, el deber, la patria, no sonaban a rancio. En aquellos tiempos los hechos valían más que las palabras. Los hechos lo eran todo, y una palabra dada que no fuera acompañara de actos que la apuntalaran era motivo de vergüenza y escarnio.
Había un tiempo en el que los hombres y las mujeres de grandeza, de bien, de sabiduría, de templanza, de nobleza de espíritu, de rigor, eran el ejemplo a seguir. Eran hombres y mujeres valientes, a quienes en vida y en la muerte se les honraba. Esas personas presentaban batalla por lo común, al tiempo que construían uniendo en torno a ellos. Muchos entregaron su vida en sacrificio. No hay hecho más contundente que éste.
En aquel entonces las imágenes de estos héroes y heroínas circulaban por doquier. En estampas, revistas, periódicos, esquinas, en homenajes públicos y privados; hasta en los hogares particulares se colgaban sus retratos como muestra no sólo de admiración, sino con la esperanza de que su espíritu prendiera en la casa y en las acciones de sus habitantes.
Pero ese tiempo pasó.
Y llegó un tiempo en el que los hechos ya no se tienen en cuenta, ya no importan. Y cuando los hechos no importan se huye de la realidad. Si no se observa la realidad, y si se normaliza la aceptación de la mentira, todo se convierte en ilusión.
Un tiempo en el que quienes dividen y quienes enfrentan son los que deciden, son los aplaudidos. Uno en el que a la lucha por los intereses particulares se le denomina bien común, identificando con vileza su causa con el interés general. Un tiempo en el que se prostituyen las palabras y se usan términos nobles para ocultar actos indignos, confundiendo a los que se permiten ser manipulados. Un tiempo de destrucción en el que quienes arruinan son vitoreados.
No es la primera vez. Todo esto ya pasó y fue superado, pero hacerlo conllevó mucho dolor, sufrimiento y angustia. Se le llamó tiranía, se le llamó felonía; demagogia recientemente. Es, sin duda, la depravación, la iniquidad.
Quienes lideren esta turba tendrán en contra a muchos, a quienes interesadamente señalarán como causantes del caos creado. Les llamarán incendiarios porque no son ni dóciles ni silenciosos. Ellos no iniciaron la guerra, pero la terminarán.
Es momento de recordar que los mejores guerreros siempre fueron aquellos que aunque mostraran verdadero valor en la batalla, nunca tuvieron una pasión desmedida ni insensata por luchar. Son quiénes más a menudo lamentan la cruel necesidad de combatir, pero terminan haciéndolo por principios, como lo es el deber a tu país, pues supone la estabilidad y prosperidad de tu casa y familia.
En tiempos de mezquindad e infamia, pronto necesitaremos de aquella heroicidad. Seamos optimistas.