Como sucediera con nuestros Premios Anuales de la Academia —es decir, los Goya—, los equivalentes (y discúlpeseme el término) estadounidenses, otorgados por la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas han perdido todo interés, al menos, para quien suscribe. Aquellos lo perdieron cuando olvidaron a Garci y su magnífica El crack cero (2019), felonía sobre la que tecleé en su momento; mientras que estos acaban de colmar, con la reciente edición, el vaso de mi paciencia. Y es una lástima. Llegar a la conclusión de que un premio nacional o internacional, o cualquier premio en general, no es sino la consecuencia de modas, correcciones políticas o falsa concienciación de corregir discriminaciones o irregularidades históricas (la historia es historia y no tiene más función que la de aprender de ella), en lugar de valorar los méritos de una obra, es un grande perjuicio que se le puede ocasionar al Arte, puesto que, amén de anular el sustento económico imprescindible para el verdadero artista (y la gloria que le sirve de catalizador), fomenta formas infames de creación, mequetrefes que identifican su propios zurullos como prodigios moldeados por Dios, artistillas de pacotilla que ofrendan ignominias al intelecto, al tiempo que masas de cretinos se concentran alrededor como buitres entre la carroña (iba a emplear la metáfora de las moscas y la mierda, pero con lo del zurullo de antes, se me ha antojado redundante).
Los hollywoodenses ya anunciaron intenciones, cuando, organizando la ceremonia de este año, a un zutano de cerebro licuado (o a varios) se le ocurrió la brillante idea de eliminar, directamente, de la gala la entrega de aquellos premios que él consideraba menores (quizá vislumbró excesivo emplear la palabra insignificantes), a fin de incrementar los minutos musicales y demás paparruchas del espectáculo. Y es posible que para aquel imbécil hurtar a los ganadores el reconocimiento público de sus compañeros de la industria, a cambio de canciones que suenan en bucle en la radio, fuera una genialidad digna de multitudinaria alabanza y no la mezquina afrenta a los profesionales (en su mayoría) de cada ámbito que realmente fue; sin embargo, tampoco otros directivos de la Academia encauzaron la decisión.
Tamaña degradación, ultrajante menosprecio, fue la polémica que comenzó a empañar la ceremonia de los Óscar y que movilizó grupúsculos de solidaridad, reclamando enmendar la plana, todos ellos, por supuesto, desoídos. Fue la polémica, hasta el guantazo que Will Smith propinó a Chris Rock, a cuenta de una desafortunada gracieta dedicada a su esposa, quien padece una enfermedad capilar. Entonces, la solidaridad manó en miríadas de oleadas. Hacia Rock, claro. Con detestable hipocresía (acabo de teclear lo del recorte de premios), se ha condenado a Smith, vociferando acerca de la repugnancia de su feo acto y suspendiendo sus derechos o prerrogativas, cuando el pobre de Rock, todavía conmocionado por la brutal agresión, aguardaba las disculpas sin comprender muy bien a cuento de qué merecía el sopapo que Smith le endiñó en toda la geta, precedido del oportuno impulso y armado por la tensión muscular debida.
Soy defensor de un humor sin límites. Lo que pasa (y parece mentira que haya de recordarse, con lo de la primacía de la corrección política de líneas arriba) es que los parámetros del humor han variado. Hoy ya no nos hacen gracia los chistes protagonizados por subnormales… perdón, disminuidos… perdón, personas con discapacidad o por negros… perdón, personas de color… perdón, personas de raza negra… perdón, personas de piel oscura. El humor es un producto de su época, regido por sus estándares. Nos resultaría desagradable, incluso ofensivo, que el payaso de turno desarrollara su función aprovechándose de un enfermo terminal de cáncer que, oh casualidad, se hallara entre el público asistente; lo mínimo, un zurriagazo se ganaría limpiamente. Luego, está aquello de quien esté libre de pecado, etcétera. Cuando la vida, la integridad o el honor de un ser querido está en liza, el ser humano reacciona con visceralidad. Los impulsos más intestinos toman el control, interrumpiendo cualquier circulación racional. La respuesta se convierte en lo natural. Chris Rock, en definitiva, se ganó su hostia como Will Smith se ganó su Óscar, ambos con el nombre del destinatario grabadito al pie.
En el estricto sentido cinematográfico, clama al cielo que Dune, de Denis Villeneuve, recibiera todos los premios (literal) que implicaban la realización de un largometraje, y se le privara de aquél que laurea a la persona que coordina y decide en el conjunto (Dirección), así como del que corona el producto completo (Película). Aunque, si de censurable y vergonzoso se trata, la palma correspondería al Óscar destinado a la película rodada en habla no inglesa para el espeluznante tostonazo Drive My Car, con su soporífera recarga metafísica. Aquí sí que habría venido de perlas un buen guantazo a los académicos, pero a mano vuelta, al estilo de Archy en el filme de Guy Ritchie.