En la Literatura, como en el Cine o como en cualquier otra ramificación profesionalizada del Arte, no existe más triste perversión que aquélla en la cual el autor pone su obra a disposición de un público entusiasta con la conciencia de que va a aprehenderla por el solo hecho de que su nombre se imprime en la portada con tipos de letra de un tamaño que supera a los del propio título. O con la conciencia de un abstruso sentido del compromiso con sus lectores que lo lleva a publicar puntualmente —como el borracho que acude a su cita diaria con la cerveza en su taberna favorita—, en la creencia de que incumplirlo entrañaría fallarles o, aun, ofenderlos —como el borracho fallaría u ofendería a su tabernero en un día que le dé por la abstemia—. Esta creencia perjudicada por esa conciencia deficitaria, inflamada por la sobredosis de éxito, sería un tanto menos recriminatoria, más imprudente que dolosa, en definitiva, que aquella puesta a disposición acariciada por la conciencia depravada que apuesta contra el sentido crítico del lector, y gana. Pero, en uno y otro caso, el resultado es una obra arrebatada de literatura, sin alma, un producto infame destinado a ocupar el espacio reservado en los anaqueles de las bibliotecas a los sacacuartos estampados por la desdicha.
No será mi caso, o espero que no lo sea, al menos, mientras lo del tecleo literario no me reporte un jaez profesional. Hasta me cuesta considerar literatura lo que no pasa de una sucesión desaforada de sintagmas y líneas purpuradas por el sueño de una ventura desencajada de mi biografía. A quién podría interesar tamaña sarta de pensamientos espumosos es interrogante que me azota con cada nuevo envío para la edición y que comprimo con el deliberado dogma de que las palabras se nutren de una necesidad personal que bien podría agotarse en un momento inesperado, como se agota la luz de las arcaicas estrellas rutilantes; desembarazado, entonces, de la cuerda de la cual se sirve el teclado para contenerme entre los márgenes angulosos de sus bordes, callaré y desapareceré, como las cenizas, tétrica marchitez de la vida, se desvanecen exhaladas por las ráfagas de los vientos.
En la Literatura, como en el Cine o como en cualquier otra ramificación del Arte, el tiempo es la inversión más exigente. La literatura exige un tiempo de dedicación, el preciso para conjugar el bloque compacto de la narración. Escatimarlo de la argamasa creadora es como escatimar el azúcar de un dulce, que no puede proporcionar sino amargor, al deshacerlo en las paredes del paladar. Y en la Literatura, como en el Cine o como en cualquier otra ramificación del Arte, el tiempo es relativo. A medias inspiración, a medias talento, cada autor debe conceder a cada obra el tiempo que cada ocasión requiera. La presión y la prisa desbaratan y desbarajustan el entramado de la construcción que ha de ser mimada y apreciada por sus partes, para que, así, el todo adquiera la consistencia de las obras escogidas por la eternidad.
El profesional de la Literatura, del Cine o de cualquier otra ramificación del Arte —quien se precie de serlo, claro—, se ha de regir por corrosivos principios del tiempo. Dotar a la obra del tiempo que reclame supone el pago del que habrá de estar dispuesto a desprenderse. Y, cuando ni siquiera el tiempo confiera distinción a la obra, callar, como el humilde penitente calla ante la voluntad de Dios.
Cuando no se tiene nada que decir es mejor no decir nada. Sin embargo, he sufrido cineastas que, enzarzados en un régimen procedimental, han dejado de aportar a sus últimas películas nada destacable, algo que las distinga y llene; y, recientemente, he sufrido la tercera novela consecutiva de un autor que tampoco me ha dicho nada. Incidencia que ya me ha provocado un doloroso estado de pesadumbre, decepción y rabia, a proporción. No es que se trataran de tres historias sin sustancia o sin coherencia. Por el contrario, la novedad de las publicaciones raya lo paradójico de la situación, porque el problema no radica en el continente, sino en el contenido. Personajes sin espíritu ni carácter, de perfiles débiles, como bocetos emborronados por un dedo ensalivado, replicantes de anteriores (aguijonea la sensación de topar con el tipo que alterna trabajos con asiduidad, quien termina convirtiéndose en el mismo tipo con diferentes uniformes), que descubren un sistema de escritura automático, despreocupado y rutinario, abandonado a la apatía, al tedio o a la desmotivación oprimida por la obligación autoimpuesta de un trabajo constante o a la tradición de una periodicidad editora. Diálogos que redundan en temas machacados en extremo a lo largo de su bibliografía, engranados de un modo forzado en la trama. Escenarios vacíos, sin entorno, huérfanos de descripciones, en exceso prácticos y de holgazana plasmación (hasta para el lector de este siglo, acribillado de imágenes, la composición del ambiente se antoja labor que no le corresponde). Perspectivas narrativas inverosímiles y secuencias deslavazadas, finalmente, me han presentado una sucesión de obras motivadas por la obstinación de estafar al lector entusiasta o de cumplir con una regularidad en la publicación, como vinculado a una suerte de estrafalario juramento.
A mí me defrauda y aflige comprobar que un escritor publica por publicar, si nada nuevo para contarme. Con una ilusión supeditada por un oficio mecánico. Y tal vez no brote villana intención, en lanzar títulos tan descafeinados. Quizá no perciba (ni su editor le haga percibir) que al lector le molesta la calamidad de la obra y que le importa poco la periodicidad, si la espera merece la pena. Lo importante es la voz del autor, que suene y el lector la escuche; que le cuente algo igual y diferente, si se ve capaz; o que calle. Imaginación, talento, tiempo, dedicación y compromiso. Y aceptar que la voz, con independencia de la edad y la experiencia, puede fatigarse y consumirse.