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"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Historismo constitucional (IV)

Con dos ojeras como alfombras mohosas extendidas, la madrugada del 13 de agosto de 1836, la Regente, más coaccionada por la intimidación militar y por el contagio progresista, cual infección vírica, de sus generales que convencida por los modos, firmó el Decreto de restitución de la Constitución de 1812 con miras a alcanzar una reforma o elaborar un nuevo texto. Ya abierto el día, compuesta del susto y con el desayuno atragantado por un nudo en la garganta, siguió dando coba al progresismo con el nombramiento de José María Calatrava como Presidente del Consejo de Ministros, bien custodiado por la alargada sombra de Juan Álvarez de Mendizábal —literal, lo de alargada, pues su altura era tal que se le otorgó el sobrenombre de «Juan y Medio»—, embozado por el ardid del Ministerio de Hacienda.

Lo del texto constitucional era cuestión a resolver por vía sumarísima. Urgía calmar las tensiones y buscar el apoyo de la testaruda facción moderada, que, en aras de no dejar escapar la mejor ocasión para los peticionarios, chinchaba por lo bajini. Y por lo altini. Plantearlo como un proceso de reforma era sólo un trámite, y el resultado de una Cortes Constituyentes de pega fue una nueva redacción: la Constitución de 1837.

La vocación consensual de su nacimiento acabaría convirtiéndose en su perdición. La soberanía nacional se redujo a una declaración de intenciones, al incluirla en el Preámbulo, fuera del articulado —los moderados eran partidarios de la soberanía compartida—; se mantenía el bicameralismo de las Cortes; la Corona conservaba amplias facultades, manteniendo su estatus los restantes poderes; los territorios de Ultramar quedaban reducidos a una miserable delegación legislativa —el desapego, el desarraigo, el olvido, el descontento, las protestas y las exhibiciones independentistas empezaban a ser preocupantes, con razón, por el maltrato de la capital de las Españas—; aunque, ciertamente, introdujo por vez primera en nuestro constitucionalismo una distinguible estructuración de doble bloque en la regulación dogmática y orgánica, de consuno con un catálogo estrictamente jurídico de los derechos fundamentales. La envidia, la ambición, la estupidez, la corrupción, el cainismo, la naturaleza española al fin y al cabo, patrocinaría las luchas de poder, también en las propias filas de los partidos, con familias, escisiones y promesas veladas de gloria gubernamental obstaculizando la aplicación de la Norma. Algo que era la comidilla en los corrillos parlamentarios, donde ciertas señorías tendían a alzar la voz con el bochorno público cargando el ambiente, no por la manifestación desmesuradamente campechana, sino por la verdad vergonzosamente patética. Al punto, un diputado que respondía al nombre de Joaquín María López vino a declarar en 1838 que la única utilidad de la vigente Constitución era adornar anaqueles porque «… no ha tenido ninguna ejecución práctica en la vida social», rematando la faena dos años después con la honesta calificación de «… Código ineficaz y muerto…». Ridículo escenario acomodado al sainete que fue, es y, por lo que se colige, siempre será España.

Ante la inestabilidad política, la Guerra Carlista —entonces no se barruntaba que la Historia las numeraría ordinalmente— podía haberse decantado a favor de los sublevados, si éstos no hubieran sido españoles, y no tuvieran enfrente a otro español —paradoja genética patria—, uno de los más valientes y portentosos militares germinados de nuestra tierra nacional: Baldomero Espartero.

Podrá parecer mentira, ha habido eximios nombres patrios. El general Espartero ya venía metalizado por decenas de medallas logradas por sus hazañas bélicas en las campañas americanas, cuando se ocupó de encabezar al Ejército del Norte. Sus victorias en la guerra civil lo elevaron a los altares de la idolatría popular, ratificadas con los apodos de «Espadón de Luchana» o «Pacificador de España», o con los nobles títulos de Príncipe de Vergara o duque de la Victoria, entre otros. No le sentaba igual el uniforme político, pero era un mito. Don Baldomero, quien se había mostrado afín a la causa del liberalismo, con la consiguiente lealtad isabelina, fue evolucionando hasta anclarse en la corriente progresista; quizá por los gestos despreciativos hacia sus peticiones por parte de los moderados. Fue un visto y no visto en el Ministerio de la Guerra y la Presidencia del Consejo de Ministros. Sin embargo, las revueltas contra la Regente aumentaban en intensidad y localización. A María Cristina no le quedó sino el exilio. Espartero se coronó como Regente.

El problema del heroico general era que atendía los asuntos cortesanos como si de un campo de batalla se tratara. O tratase. Y no devenía en comportamiento errático. La diferencia estribaba en que las empresas civiles, al contrario que las militares, no podían atajarse a base de mandobles y cañonazos. O, de emplearse, multiplicaban la rebeldía. El curioso espíritu libre del español urbano —y rural—, inclinado a hacer lo que a cada uno le sale de los mismísimos santos, es propicio a comulgar con un dios celestial, lejano, sea misericordioso o vengativo; pero no con un dios terrenal, cercano, sea autoritario o dictatorial.

 

 

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