Los “sin techo” sobreviven a los mil y un avatares de la mañana, a las mil y una noches de insomnio y padecer. Tienen el cuerpo lacerado por un sinfín de cicatrices. Siempre en la cuerda floja, quebrándose, tropezando a cada paso de zapatilla ya con hilachas. Con las ganas aparcadas en las plazoletas de sus idas y venidas, y los sueños agarrotados a los adoquines de aquella esquina. Místicos, tristes, cabizbajos, casi mudos, desamparados. Escudriñando el horizonte por ver que un aire de amor les venga. ¡Que los corazones de los demás son tan fríos y están tan lejos!
Los “sin techo” se hallan todos recluidos en la incertidumbre de no se sabe qué tiempo. Todos resignados en la pendiente vertiginosa de un tictac gigante. En la cola, todos, de la elíptica social, mal vistos, sospechosos y descaradamente odiados. Sometidos al escarnio de un carnaval delirante, que los tiene como muestra de lo obscuro, de lo ido, de lo vano. Tan sólo una mirada soñolienta, barata, de puro trámite, de vez en cuando. Tan sólo unos segundos suspendidos de los labios. Que a la vuelta del murmullo se los arroja por lerdos y por rancios. Solitarios, a pesar de las buenas voluntades.
Los “sin techo” se mueren y son hallados muertos en los bordillos de las aceras, con la última cavilación rondando por sus frentes todavía. Se mueren atrapados entre humos grises, el hormigón y la velocidad suicida. Se mueren con las manos extendidas en la súplica de un algo que los devuelva a la vida. Se mueren en las madrugadas a destajo caídas. Se mueren en solares de soledad infinita, sin estrellas, en las afueras de la rutina, en la cara oculta de la ciudad asesina.