“Señor juez, al principio nos lo mandaban en carteras, pero llegó un momento en que ya no sabía qué hacer con tantas carteras. Por eso pedimos que trajesen el dinero en papel de embalar, en cajas, incluso en bolsas de ir a la compra, porque los empleados empezaban a sospechar”.
Flor y Marc caminaban juntos de la mano por la vía del ferrocarril, de espaldas al tren que los arrolló. Al oír la locomotora que se acercaba ni tan siquiera volvieron la cabeza. Marc, de 16 años, murió en el acto. Treinta minutos después lo hacía Flor. La muchacha llevaba diez años soportando el dolor, la angustia y la humillación de ser reiteradamente violada y sodomizada por su padrastro. Marc era el mayor de los seis hijos de una toxicómana que se desentendió de él cuando éste contaba con tan sólo siete años.
“Por las noches no duermo bien. A veces veo el rostro de aquella niña de rojo escondiéndose detrás de su abuela cuando puse a toda la familia contra la pared, en Siria, y vacié el cargador sobre ellos. Disparé todavía tres ráfagas y al final todo estaba tan perdido de sangre que no pude distinguir más a la niña de rojo”
Cada año generamos cuarenta millones de toneladas de basura electrónica, según cuenta la ONU en uno de sus informes. Toda esta basura va a parar a lo que se ha dado en llamar Tercer Mundo. Basura electrónica que mata, que produce cáncer entre los que no tienen más remedio que manipularlas –la inmensa mayoría son niños- para poder sobrevivir a la extrema pobreza en la que viven. Y como no podía ser de otra manera, el mayor porcentaje de lo que llega a estos basureros tóxicos procede de Europa y de los Estados Unidos. Una aberración humana que yo califico como crimen organizado.
En un documental reciente emitido por History Channel, en el que participaron destacados científicos y militares, se dijeron, entre otras cosas, lo que sigue: “En cincuenta años –apostaron algunos de ellos- no habría ya balas ni bombas, solamente terremotos, tsunamis y manipulación de los sistemas climáticos. Esa será la guerra del futuro”.
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Definitivamente, hay días en que uno no puede detener la tristeza.