Cuando murió mi madre, estuvo en el velatorio un amigo de mi hermano que lleva varios años en China y que en ese momento estaba de paso por España. Estuvimos charlando de todo un poco. Me contó de primera mano sus impresiones sobre ese país con una cultura tan diferente a la nuestra. También hablamos sobre los modos de ser de los chinos, al menos de los que él había tratado personalmente. Su impresión no era muy favorable. Me confirmó en la idea que yo tenía de pensar en cierto hermetismo que he podido observar en todos los chinos con los que me he cruzado en España.
Quizá no sean así en la realidad, pero el peso asfixiante del Estado policial comunista unido a una multisecular cultura atea en la que no cabe la caridad, la compasión y la comprensión, han podido llevar a la inmensa mayoría de chinos a un individualismo atroz que el amigo de mi hermano describía diciéndome que, para defenderse de todo lo anterior, un chino, cualquier chino, adopta una careta con la que se protege, ocultando su personalidad que nadie descubrirá. Pero no tiene solo una careta, tiene varias, que las utiliza según sea quien tiene delante; con unos se oculta tras una careta y con otros utiliza otras.
El resultado es que nadie sabe nunca qué piensa un chino, qué sentimientos tiene, qué es lo que ama o por qué sufre. Sus expresiones son protocolarias; es amable, incluso sonríe, pero no muestra su interior. Está oculto tras la careta.
El problema, me decía el amigo de mi hermano, es que de tanto llevar puesta la careta, esta se le ha quedado pegada a la cara porque esa desconfianza habitual hacia todos los demás se le ha quedado arraigada en el alma incluso ante personas que, una vez conocidas a fondo, es evidente que no van con malas intenciones. Según el amigo de mi hermano, es muy difícil hacer amistad con un chino. De tanto llevar puesta la careta, ya no se puede desprender de ella, ya nadie puede ver su verdadero rostro que solo aparece desnudo ante él mismo, y nadie más. Sus lágrimas se las bebe él solo.
Esta conversación con el amigo de mi hermano tuvo lugar hace 5 años. Desde entonces, algo parece moverse en China, imprevisto para los grandes geoestrategas, que parece indicar un cierto cambio: En China empieza a tener cierta relevancia el número de cristianos. Parece que son más de 120 millones ya. También resulta al menos curioso el auge que está tomando entre ellos el estudio de la teología de Santo Tomás de Aquino. Una vez más el Espíritu sopla por donde quiere y no sabemos por dónde. Está claro que todo esto es una cuestión a la que habrá que estar atentos en los próximos años. El mundo no es algo estático. Se mueve imperceptiblemente, pero se mueve.
Evidentemente, si esos chinos se hacen cristianos, adiós careta.
Uno de los pasajes de la vida del Señor que me llaman más la atención es aquel en el que Cristo, junto con sus discípulos, va una de las veces de Galilea a Judea pasando por Samaria. En medio del recorrido, los samaritanos le trataron muy mal hasta el punto de no darle hospedaje “porque iba camino de Judea”, y es conocida la inquina que los samaritanos tenían a los judíos desde varios siglos atrás.
Si nos fijamos en el pasaje, podríamos pensar que el Señor, conocedor de esas rivalidades regionales, podría haber sido más pragmático y haber ocultado datos sobre su identidad, su procedencia o el destino de su viaje, con lo que se habría evitado problemas con esa gente. Pero no lo hizo, porque Cristo nunca ocultaba nada, vivía la verdadera autenticidad de presentarse tal como era, con veracidad, con el mismo rostro para todo el mundo, fuera quien fuere, aunque ello le costara la incomprensión de alguien. De hecho le costó la vida muriendo en la Cruz.
Me parece esencial este testimonio de autenticidad de Jesús. También desde el punto de vista social es benéfico que nadie ande con careta, que reine la espontaneidad. En la sociedad en que vivimos esta postura debe ser expresamente elegida si queremos hacer una sociedad mejor. Cristo nos ha dado la pauta. Yo me apunto a ello, aunque sea a riesgo de andar alguna vez en boca ajena víctima de murmuraciones; aunque todos los demás opten por llevar careta y yo sea el único que se resista, aunque tenga que reconocer que todo el mundo tiene algo que esconder, excepto yo y mi mono.
(Posdata.- Puedo prometer y prometo que nunca he tenido mono. Tampoco he tenido perro como mi hermano, pero mono, no. No solo porque no tendría donde meterlo, sino porque no sabría donde comprarlo. El rey Salomón, hace unos cuantos años, compraba monos en Tarsis junto con el rey fenicio Jirán, que era amigo suyo. Hoy día me parece que en Tarsis—o sea, en Cádiz—ya no venden monos porque se les han acabado y, la verdad, no se donde los pueden vender a un precio razonable).
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