Empezamos con las obras de misericordia llamadas espirituales, aunque como hemos visto, de alguna manera, todas lo son.
El mero enunciado de esta obra de misericordia nos lleva a plantearnos que hay uno que tiene razón y otro que yerra. Pero esto empieza sonando bastante mal porque ¿qué es lo que tengo yo, y no el otro, para llevar razón? ¿Por qué estoy yo en posesión de la verdad y no el otro? ¿Conozco todos los datos y circunstancias para poder afirmar que el otro está equivocado? ¿Quién está en la verdad?
Estas preguntas no son manifestación de un relativismo a ultranza, que sería dogmático, sino reconocimiento de que, aunque la verdad existe, lo que ya no está tan claro es que alguien la vaya a poseer apriorísticamente, y más en cuestiones que, lejos de ser simples, tienen matices que hacen que todos, más o menos, participen de la verdad sin poseerla del todo.
Son muy pocas las cosas que responden a una verdad absoluta, abundando más lo relativo, dependiendo de circunstancias. Los años enseñan que las cosas no son solo blancas o negras, sino con una enorme variedad de grises.
Los textos más antiguos que se refieren a esta obra de misericordia hablan, más que “corregir al que yerra”, “corregir al pecador”. Aquí la cosa se complica más, pues si antes nos planteábamos una superioridad de conocimiento, ahora nos planteamos una superioridad en lo moral. ¿Es el otro pecador y yo no? ¿Estamos dividiendo a los seres humanos en pecadores y no pecadores? ¿Acaso no somos todos pecadores, según nos recuerda San Pablo en Romanos 3, 10-12 y en el salmo 14?
Ante todo esto, nos planteamos si es posible corregir o no, y si no seremos los “guías ciegos” de los que habla el Señor en el evangelio de San Mateo, capítulo 23, 16.
Sin embargo, Jesús nos exige corregir, aunque nos veamos como un médico enfermo, que no por estar enfermo, deja de curar a sus pacientes.
Me parece esencial detenernos en el capítulo 18 del evangelio de San Mateo, versículos 15 a 17, para ver qué nos dice el Señor: “Si pecare tu hermano contra ti, ve y corrígele a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo a uno o dos para que por la palabra de dos o tres testigos sea aclarado todo el negocio. Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano”.
Ante todo, lo esencial es tener en cuenta que lo importante es el bien de nuestro hermano. En vez de hablar de él, hay que hablar con él, noblemente, honradamente, a la cara, no a sus espaldas. En un cristiano no cabe la murmuración.
Además, hemos de tener la conciencia clara de que nosotros somos, como poco, tan pecadores como él, como nos recuerda San Pablo en la primera carta a los corintios, capítulo 10, 12.
La corrección debe ser siempre a solas; debe ser algo exclusivo entre él y yo, sin hacer partícipe de esa corrección a un tercero. En un cristiano no cabe ni la murmuración ni la delación. Ni siquiera por una supuesta prudencia cabe decirle el contenido de esa corrección a un tercero, ya que al tratarse de un asunto que, en último término, afecta al fuero interno de nuestro hermano, nadie debe ser partícipe del mismo, salvo que, libremente, nuestro hermano quiera buscar un acompañamiento espiritual en alguien a quien pida consejo sobre ese asunto. Pero debe ser él, y no nosotros, quien haga esa consulta, ya que atañe a su libre obrar en conciencia. De lo contrario, estaríamos faltando a la delicadeza que debe presidir la corrección de la que nos está hablando el Señor, que muy claramente nos dice que debe ser “a solas”.
Por supuesto, el tono de la corrección debe ser el tono propio de cristianos, esto es, sin avergonzarle, sin acusarle, sin condenarle, sin juzgarle, sin ponernos por encima de él. Hay expresiones que están totalmente fuera de lugar en la corrección evangélica de la que nos habla el Señor. Son expresiones tales como “has pecado”, “estás equivocado”, “estás en un error”, “vas por mal camino”, “has hecho mal tal cosa”, “tu comportamiento es incompatible con el espíritu cristiano”, etc.
Ninguno de nosotros es quién para juzgar al prójimo. En vez de las expresiones precedentes, habría que emplear otras del estilo de estas: “tengo la impresión de que eso no te va bien”, “en mi opinión, pienso que tal asunto no te conviene”, “según mi opinión, quizá debería preocuparte tal asunto”, “dudo que para ti eso sea lo mejor”, etc.
Como puede verse, se trata de poner siempre en duda que haya obrado mal, se trata de vivir la presunción de inocencia, que no es solo un derecho constitucional, sino algo previo, por ser un derecho del hombre. Se trata de respetar su dignidad y por tanto su libertad, a la vez que, por amor a nuestro hermano, nos implicamos, señalándole algo que puede ser de su interés.
Esa implicación nos lleva a tomarnos como algo propio la vida de nuestro hermano, sin depositar el asunto en un tercero, sino asumiéndolo como algo nuestro, porque la vida de nuestro hermano nos interesa. Si ese hermano nuestro nos importara un pimiento, no nos tomaríamos la molestia de corregirle. Si le corregimos, es porque le queremos, porque es importante para nosotros, porque no nos resulta indiferente, porque no solo le queremos, sino que le queremos santo.
Esta corrección evangélica es lo que tradicionalmente se ha llamado en la Iglesia, desde siglos, la “correctio fraterna”, que en cristiano traducimos como la “corrección fraterna”, ya que se trata de una corrección entre hermanos, entre cristianos principalmente, aunque en sentido amplio es aplicable a todos los hombres, ya que todos los hombres somos hermanos por ser hijos de Dios.
Practicar la corrección fraterna es complicarse la vida, porque viviríamos más tranquilos sin ocuparnos de los demás. Es verdad, es complicarse la vida. Pero es hacerlo por amor a ese hermano nuestro que queremos que sea santo, que vaya al cielo.
Ya se ve que el modo de hacer la corrección fraterna es el de una exquisita delicadeza, propia de la caridad cristiana. Mi amigo Rafael, párroco de Los Remedios de Cabra, dice que el lenguaje del amor lo entiende todo el mundo. De eso se trata, de decírselo con amor, con caridad, sin dárselas de sabelotodo, con humildad, dejando claro que nosotros fallamos más que el hermano a quien corregimos. Se trata de ser oportunos, con valor, pero con tacto, midiendo las palabras para que no hieran.
La corrección fraterna es una de las mejores manifestaciones de caridad cristiana, aunque no la única; y en todo caso, es “manifestación”, no la caridad misma. Quiero decir con esto que para hacer la corrección fraterna, tiene que haber caridad en el sustrato, porque si no la hay, la corrección fraterna no está manifestando lo que no hay, la caridad, y se convierte en una especie de tocamiento de los cojones del prójimo, produciendo los efectos contrarios, ya que, por definición, a nadie le gusta que le toquen los cojones.
Por tanto, si no hay caridad, lo mejor es no hacer la corrección fraterna, ya que entonces no estaría nada claro que nos interesa la santificación de nuestro hermano, sino una supuesta perfección material en su comportamiento, al estilo de un reloj suizo; perfecto, pero sin alma. Y el cristianismo no es una aspiración a la perfección, sino a la felicidad, protagonizada por hombres imperfectos, a quienes Dios nos ama con nuestras imperfecciones, con las que nos moriremos. La perfección la dejamos para la otra vida. Lo importante no es ser perfectos, sino amar a Dios y a los demás.
La corrección fraterna debe estar movida por el amor, por un amor que supera la indiferencia y el miedo de decirle al otro las cosas con claridad. Un amor que supera la frialdad de corazones fríos que no saben amar. Un amor que no sea un amor formulario y protocolario que solo entiende de engranajes, pero no de sentimientos y afectos.
Como dice Jesucristo en el evangelio de San Mateo que hemos citado, lo importante es “ganar al hermano”, que no quiere decir ponerle de nuestro lado, sino ganarlo para Cristo.
Evidentemente, habida cuenta de que, para empezar, nadie está en posesión de la verdad, la corrección fraterna debe provocar un diálogo entre nuestro hermano y nosotros. Quiero decir, que no sería lógico que él escuchara nuestra corrección en silencio y asintiera sin más, porque puede suceder que el equivocado seamos nosotros. Teniendo en cuenta el ambiente de caridad que debe reinar al hacer la corrección fraterna, es lógico que el corregido exponga sus puntos de vista y entre los dos se forme un diálogo fraterno sobre la cuestión que es objeto de la corrección.
En ese diálogo no hay ni vencedores ni vencidos. Ambos son ganadores, ambos se enriquecen mutuamente. La corrección fraterna es obra de misericordia solo cuando el que supuestamente yerra se siente vencedor, cuando se le abren los ojos sobre algún aspecto de su vida en el que debía mejorar, cuando se pone de nuevo en pie y vuelve a luchar con ilusión y confianza. Si no suceden estos síntomas, no hay obra de misericordia, porque se trata de que, quien es libre, vea claro y asuma con ilusión, un nuevo panorama en el que servir a Dios.
Por eso, en la corrección fraterna debe haber un diálogo, porque se trata de que, a partir de la corrección, se analice el caso, se estudien los matices y en último término, se descubra la verdad. Puede suceder, por tanto, que quien descubre la verdad sea el que corrigió, y no el corregido.
Sigue el Señor diciéndonos que si el negocio no sale bien, hay que implicar a uno o dos hermanos en el diálogo. Evidentemente, tendrá que ser con la autorización del corregido, ya que no se trata de ponerle entre la espada y la pared, y menos aún, de jugar a las matemáticas diciendo que estamos dos contra uno o tres contra uno. De lo que se trata es de profundizar un poco más en el diálogo, ampliando el número de dialogantes de modo que se enriquezcan los argumentos.
Si el resultado es infructuoso, no hay que entender como peyorativa la expresión “sea para tí como gentil y publicano”, pues el sentido que tiene es el de entender que ese hermano nuestro, en el ejercicio de su libertad, no acepta el contenido de nuestra corrección por considerar que su actuación ha sido correcta, a lo cual tiene derecho, ya que tiene derecho a disentir y a ver las cosas de otro modo a como las vemos nosotros.
Por nuestra parte, hemos hecho lo que cristianamente teníamos que hacer, que es interesarnos por él, implicarnos en su camino de santidad, porque le queremos. Nadie está en posesión de la verdad, pero tanto nosotros como él hemos hecho un ejercicio de buscarla sinceramente, lo que no significa que tengamos que llegar a las mismas conclusiones. La misericordia está ahora en respetar su decisión libre y en que él respete la nuestra, en dejarle en paz sin darle el coñazo. Lo importante ya lo hemos hecho, que es “buscar” la verdad, como aconsejaba Antonio Machado: “¿tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela”.
No conviene perder de vista que aunque todos los cristianos somos en cierto sentido profetas, no somos infalibles y podríamos estar equivocados. Nuestra misión como “profetas” no es la de erigirnos en poseedores de la verdad, sino en todo caso en “llamar la atención” en algún punto, en ser fina arena en el engranaje del mundo.