No es la búsqueda de la belleza lo que nos mueve a pintar. Si así fuera, nada de lo que el individuo ha sido capaz de crear sobre un lienzo trascendería al propio lienzo, y en el arte de la pintura existe por naturaleza la necesidad, casi diría que la obligación, de generar imágenes imperecederas. Es por esto que el pintor, cuando afronta la ejecución de una obra recién ideada, concebida en los estratos más elevados y puros de su existencia para ofrecérsela al espectador, no duda en buscar lo más profundo que se pueda contener en lo cotidiano, a la vez que invierte esa misma prospección hasta lograr convertir la complejidad de las profundidades humanas en escenas de muy fácil lectura, domésticas, de suma sencillez. Cada paso dado en esa dirección exige al propio pintor una nueva búsqueda; lo empuja al vertiginoso proceso de la creación, donde el concepto de belleza se erige frecuentemente en catalizador absoluto por cuanto acelera la visibilidad de la obra allí donde solo el autor la conoce, la compone, la reflexiona, la trabaja. No es un hecho casual ni superfluo que esa belleza haya aparecido como la más verdadera y silenciosa de las musas a lo largo de la evolución histórica de la pintura; más bien es consecuencia de lo que cada autor inició en sus adentros, en aquellos rincones por los que el sentimiento impone su poder y se agita como el motor de todas las ideas. Vemos, entonces, cómo el factor humano da de sí una belleza que no es hierática ni abstracta, ni siquiera existe ya de forma autónoma, pues es el hombre que pinta quien la atrapa, la descompone como si lo hiciera con sus propios miembros, la maneja según sus necesidades y convicciones, la rehace en función del principal cimiento estético de una obra, de aquello que la diferenciará de cualquier otra forma de manufactura: la armonía. Sin esto, sin esa suerte de balanza llamada a expandir el equilibrio, sin ese tamiz por el que solo se filtra lo esencial, la labor pictórica queda reducida a una secuencia de banalidades que a duras penas resistirá los efectos del paso del tiempo. Cuando la belleza formal, aparente, se muestra en plenitud poco tiene que decir el artista, pues eso que ya existe creado por la naturaleza solo le reportará desasosiego y la pretensión de copiarla, tal cual es, sobre el lienzo, apenas le supondrá el mérito del intérprete, habilidoso en mayor o menor grado. Al contrario, si esa misma belleza se somete al misterio de la creación pictórica, de donde aflora después transfigurada, extraña, portadora de una realidad novedosa, de armonías, de las pasiones y de los sentimientos, de bondades y maldades, como una mentira que trasluce la verdad, dará mucho quehacer al artista y, en consecuencia, el espectador volverá una y otra vez su mirada hacia la obra.