La Lupa

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Dentro de "Las Meninas"

ARTE. En el fondo de la escena se encuentra José Nieto, el aposentador, jefe de tapicería de la reina, sin que sepamos cuáles fueron las verdaderas razones por las que Velázquez lo pintó allí, casi apartado del encuadre principal. Su figura me recuerda a la de los naipes, quizá por ese resplandor cuadrangular que la rodea y que nos la acerca desde la lejanía, o quizá porque todo en él es visible a la vez que misterioso.  Llevo tiempo observándolo, mientras intuyo el efecto de que algo se escapa por aquel rectángulo de luz.  Velázquez nos enseña uno de los pilares sobre los que levanta  su inclinación hacia lo eterno, esa eternidad que asociamos a la luz activa, la que huye, la misma que irrumpe a nuestra derecha y que después de alumbrar a los personajes busca una salida justo donde se sitúa el punto de fuga del lienzo. Por allí se pierde al infinito.

José Nieto se lleva, por tanto, lo desconocido, la máxima luz… ¿o acaso la trae? Unos dicen que abandona la estancia del Alcázar, otros aseguran que se asoma vigilante. Lo cierto es que él nos incomoda tanto como una aparición. Se le reconoce buen porte. Desde aquellos escalones, mira hacia el espectador descorriendo una cortina con su mano derecha mientras que con la izquierda sostiene su sombrero. Leo que guarda silencio. El anecdotario dice que desaprobó su ubicación en la obra. Yo lo imagino sentenciando “esto ha sido todo, amigos”. En su ademán de subir o de bajar, el aposentador se muestra intrigante y yergue con el celo de quien guarda secretos inconfesados. Sea cual sea el discurso que firme, aquel ropón negro no parece albergar incertidumbres, al menos no esa incertidumbre que a nosotros nos crea su mágica indefinición. Digamos que despierta las sospechas más temidas, por insondables, que son las del hombre de confianza. Desde su ubicación recoge nuestras miradas, pareciendo imposible que podamos escapar de allí, ni regresar como si no hubiésemos visto nada. Él nos ve, como nosotros vemos sus ojos inexistentes, no pintados, cumpliéndose aquí de nuevo la esencia de “lo velazqueño”: mejor que ver las cosas es imaginarlas.

Hoy revivo la ilusión de lo que tantas veces improvisé en la sala. Me sitúo donde todo argumento es posible y donde todo, incluidos nosotros, queda expuesto como nunca; es decir, doy un paso lo suficientemente holgado como para reemplazar al misterioso aposentador y así quizá contribuya a refrendar lo que otros analistas consideran implícito en la proyección y en el desarrollo de esta obra maestra: un homenaje al arte de la pintura, con indicios de manifiesto reivindicativo pues no olvidemos que en mitad del siglo XVII la labor pictórica aún se equiparaba a otras actividades menores, y Velázquez sabía muy bien a qué cotas acababa de elevar la calidad de la pintura al óleo.

Indudablemente esta usurpación me permite ver dos panoramas al mismo tiempo,   mezclándose como reflejos de una visión inexacta  y compartida: de un lado, reconozco las espaldas  del famoso grupo que componen personas de la servidumbre, la Infanta Margarita y el propio Velázquez, así como, tras ellos, las figuras de Felipe IV y Mariana de Austria mirándome o, para ser más precisos, mirándose en aquel espejo del fondo que ahora queda a mi derecha; de otro lado, más allá de los reyes y de toda la estancia del Alcázar, estamos nosotros, la sala del museo con su trajín interminable, nuestros gestos, nuestras ropas, nuestras ideas, nuestro mundo… y el paso del tiempo. Estos son los dos horizontes que el aposentador ha ido escrutando en su estático devenir, de año en año, desde que en 1656 Diego Velázquez le encomendase tal observación.

Delante de mí,  la puerta de las fugas, por donde todo parece huir, o llegar; la vetusta puerta de cuarterones, abierta en el muro de fondo que sirve al espectador para concretar bien los espacios e identificar allí colgadas, entre penumbras, las réplicas que Juan Bautista Martínez del Mazo realizó de algunos cuadros de Rubens y Jordaens (esas que en palabras de Gállego, “… aluden a la superioridad de la pintura por su naturaleza liberal sobre la habilidad en la realización de las artes manuales”), además del mencionado espejo en el que se proyectan, con una exactitud inverosímil, por no decir inviable, los torsos y cabezas de la pareja real. A mi izquierda (derecha del espectador) queda la pared por la que se cuelan los rayos de luz que iluminan al grupo a través de un primer ventanal que no vemos, pero imaginamos sea tan alto como los que aparecen cerrados, e igual también que el último de todos, entreabierto para que la profundidad y la percepción del espacio funcionen a primera vista. Aunque, obviamente, mi posición “de aposentador” invierte la escena, quedando ahora las figuras casi en contraluz, debo decir que tanto desde este punto como desde el que observamos la obra, el espacio que hay tras el conjunto de personajes principales supone uno de los mayores logros de “Las Meninas”, una zona penumbrosa que a menudo se ha descrito como el ejemplo máximo de la representación atmosférica velazqueña. Dicen que el aire está atrapado ahí, retratado con la misma genialidad que lo está la infanta, y que pocas veces fue tan visible aquello que nunca veremos.

La dama de honor, doña Marcela de Ulloa, conversa con un guardadamas desconocido hasta hoy. Son las figuras que ahora tengo más cerca, de espaldas, como todas, aunque me resulta más difícil concretar sus rasgos ni cualquier aspecto de ellas, pues quiso Velázquez tratarlas con una liviandad tal que las hace casi transparentes, más, lógicamente, cuanto más nos aproximemos a ambas. A continuación, el dorso del autorretratado, los de Isabel de Velasco y María Agustina Sarmiento (a quienes se debe el apodo de “meninas”, que sería la traducción de damitas en portugués), el de la Infanta Margarita niña, y finalmente, a duras penas consigo ver los de los dos enanos que formaban parte de la corte real, Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, éste último es el que patea al gran mastín español que dormita recostado sobre el suelo.

Mientras los reyes se buscan en el espejo, y cada figura adopta con precisión impensada el gesto que mejor nos explique quiénes y cómo son, Velázquez agita el árbol de su vida artística; toma los frutos que caen exhibiéndolos en un maravilloso lodazal de tejidos blancos, amarillentos y  grises con el que viste a la infanta y a sus meninas, a los enanos y al gran mastín que quiso dormir, un despliegue de recursos pictóricos que nos absorbe, nos engulle como las arenas movedizas. Así comienza su trama. Una suerte de hipnosis nos hace ver las impurezas del aire allí donde el lino creó nudos y la imprimación los engordó; el autorretratado posa con el más íntimo movimiento; la calcita transparenta todo lo pintado, salvo los empastes de brillos y pliegues que requieren opacidad; dos costurones recorren la superficie verticalmente como llamados a recordarnos la verdadera naturaleza de las cosas, el inconveniente casual, el despertador de fantasías…  Pero más allá de esto,  hay un tercer horizonte, visible según el modo de “lo velazqueño” desde el lugar que usurpé a José Nieto  y que en realidad fue siempre la causa del gran misterio que da vida a “Las Meninas”: el lienzo en el que el propio pintor aparece trabajando…

Diego Velázquez está a punto de cargar las cerdas de su pincel con una mezcla de bermellón, ocres y blanco. Lo hará enseguida. Necesita memorizar, aprehender en unos segundos lo que ocurre en la carnación del modelo real. No es la piel lo que está mirando. Recorre a velocidad de pensamiento sus efectos y hace lo posible por transfigurarlos. Se encuentra consigo mismo: él es quien observa, quien mira, quien retiene y analiza, quien selecciona y resume…, piensa en él como pintor y piensa en él como hombre, en cuánto hay de cada cualidad y en cómo perpetuarlo sobre un plano: “tendrán que hacerse preguntas”, le habrá gritado el subconsciente. Sabe de la importancia de ese gesto y es así como él se autorretrata, en el instante crucial, uno de ellos; el gesto que desnuda al pintor ante todos: “si solo pudiera pensar como pintor, dejaría de ser hombre, pero nada deseo hoy más que esto”. Va a rubricar su conclusión; escudriña en la mejilla sonrosada de una joven; ve en ella decaimiento, la relajación del cansancio, una leve desatención, natural, inocente que, no obstante le obliga a matizar el tono, y el pensamiento: “que no me abandone el hombre para que así viva el pintor”. Sobre el lienzo, un lino extenso de dimensiones muy similares a las de “Las Meninas”, había esbozado aquel rostro juvenil como parte de un grupo. Nada lo suficientemente finito como para valorar detalles, salvo la dispersión, arbitraria, de un buen número de cabezas de todas las edades. “Por siempre, pintor”, se dice. Su cuerpo me impide ver ese lienzo al completo; a cambio puedo verificar que los analistas más audaces acertaron en su hipótesis: he ahí la gloria, la mayor obra con la que Velázquez, ni cualquier pintor, habría soñado jamás, un cuadro y una infinidad de ellos, lo que vemos y lo que imaginamos cada espectador ante su superficie. Velázquez pinta “Las Meninas” dentro de “Las Meninas”, hace lo posible por evitarnos, aún a sabiendas de que es ese su gran truco. Nos pinta a todos. Las caras dispersas evolucionan día a día, de tal modo que aquella joven de mejillas sonrosadas fue antes un hombre maduro, un niño, una pequeña extrañada, un visitante taciturno, él mismo copiándose en las horas de la noche, las damas de honor asistiendo a la Infanta Margarita, José Nieto en el fondo viéndose expectante y sin ojos. Velázquez tiene también ante sí dos horizontes yuxtapuestos con los que elabora el colosal discurso del artista. Nos muestra lo mejor de su producción allí, en el cuadro que todos vemos, como si fuese un comerciante de su propia obra; nos hipnotiza con el grupo de protagonistas; hace que profundicemos en la mirada de la infanta, que busquemos al misterioso aposentador, o que inventemos el diálogo de esa pareja de servidores en la penumbra, de tal modo que siguiendo las manos de ambos nos damos por informados, nos describe su dominio del espacio, de la luz, del color y de sus recursos técnicos…, pero ese ademán suyo con el que nos mira es el verdadero núcleo de toda la obra y su más lógica explicación. Velázquez pinta aquí su pasión y su deseo, retrata el arte de la pintura con el ánimo de que se sobreponga a todo, defiende su estatus como solo el hombre que se sabe pintor puede hacerlo y a la vez nos anuncia la evolución de la propia expresión artística. Mira al público y se lo dice: “Os pintaré hasta la eternidad”. Nos mira él a través de su autorretrato, pero también se vale de la enana Mari Bárbola, del guardadamas, de Isabel de Velasco, de la Infanta Margarita, de José Nieto, de los reyes copiados en el espejo…, todos nos miran porque somos los modelos que Velázquez elije para el lienzo que se nos oculta, al tiempo que el aposentador, desde las fugas infinitas nos descorre el telón antes de soltarlo murmurando con una voz sumamente grave: “Esto ha sido todo, amigos”.