Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Fuegos fatuos en la consternación

La ignorancia en un presidio forzoso no hace menos presidio a la propia ignorancia. No hay indulto para ella en el disparatado discurrir del ser humano y su invocación a la indiferencia.

ESTE COMÚN DESIGNIO. El horripilante drama y las luctuosas consecuencias mundiales del coronavirus, aún siendo terribles no deja de contener trazas de estupidez. Los síntomas de una enfermedad como esta no explica el grado de suficiencia de los actos del poder político. Tampoco el de los individuos a los que van dirigidos. Ambas actitudes acrisolan un denominador común que lastimosamente fragua un rosario de cuentas en permanente débito: el determinismo de la ausencia. Es decir, la incapacidad de hacer frente a lo pretendidamente inevitable y, por consiguiente, la asunción del conformismo ante el desastre. Apreciar este matiz recrudece la sensación de impotencia. Al número de víctimas se une la catalogación de las mismas y el grado de preeminencia según el ciclo vital en el que se encontraban antes que la integridad de su salud se viera violentada y mermada de súbito. Así la cruel realidad desenfoca la mirada: las residencias de ancianos siendo estancias de tránsito amable se convierten en semilleros de cadáveres y los hospitales abrumados  por la contingencia virulenta en navíos infectados sin puerto donde atracar. Este dato siendo tristísimo y desalentador no debe ser refugio de indignación. Más bien acopio de inteligencia, sensibilidad y respeto. Aspectos no comunes y, sin embargo, imprescindibles para atender y entender la cabalgadura del jinete de la muerte sobre el caballo bayo y su incansable galopada. Vicente Blasco Ibáñez en su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis, editada en 1914, recoge esta iconografía proveniente de las Revelaciones de Jesucristo para introducirnos en una saga familiar quebrada por la Primera Guerra Mundial. En el prólogo el escritor valenciano señala que, “Esta novela la escribí en París cuando los alemanes estaban a unas docenas de kilómetros de la capital, y bastaba tomar un automóvil de alquiler de la plaza de la Ópera para hallarse en menos de una hora a pocos metros de sus trincheras, oyendo sus conversaciones a través del suelo siempre que cesaba el traquetear de fusiles y ametralladoras, restableciéndose el silencio sobre los desolados campos de muerte”. Refugiados y sitiados en el lar protector nosotros también ponemos oído fino a la amenaza sorda e invisible de esta peste del siglo XXI. Los medios de comunicación, salvo honrosas excepciones, hacen dejación de funciones de su función social y jalean como en una película del Oeste la montadura del jinete que trata de arañar tiempo al indómito al que se aferra. Ese es el espectáculo: el vergonzante tratamiento de la muerte y su colofón estadístico diario. No por menos necesaria la información pero sí por la hostilidad creciente en la banal consideración de la trascendencia del dolor humano y su expresión pública. La dulcificación del drama no reconforta, exaspera. El dolor soterrado y sin despedida es un drama nacional. La pugna entre la muerte y la vida es la única certeza. Todos somos ese jinete. Desconocemos si somos portadores de su mensaje mortal. “El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía: y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra”. En la refriega discursiva la terminología bélica e incluso ultimamente bíblica que se emplea, domina la interpretación de los signos. Ora en la dantesca obra humana que es el infierno en la tierra: no es esta una guerra ni somos soldados. Ora en la concepción de un castigo divino: no es un Diluvio Universal en el que nos aprestamos a salvarnos en Arcas de Noé. La presencia militar con labores cívicas y alejadas de su cometido más reconocible, no conlleva  la atribución del lenguaje con esta equivalencia desafortunada. Tampoco lo es la convocatoria del ejercicio litúrgico cristiano como en Granada o la autorización para el desplazamiento y adquisición de alimentos por diversas comunidades musulmanas en la provincia de Cáceres para la celebración del próximo Ramadán. Supeditar la salud a la religión y sus rogativas públicas son arrebatos poco juiciosos. George Orwell en su novela 1984, publicada en 1949, incorpora el concepto de «neolengua», que es la expresión simplificada y desprovista de naturaleza comunicativa para precisamente ajustar el pensamiento hasta despojarlo de su riqueza y, por consiguiente, domesticarlo hasta convertirlo en meras consignas repetidas y favorecedoras para el poder. Su protagonista, Winston Smith, trabaja en el «Ministerio de la Verdad». Su cometido funcionarial consiste en manipular o destruir documentos para adecuar el pasado a los intereses del Partido, que dirige el destino de la sociedad donde la vigilancia de sus ciudadanos alcanza hasta la propia intimidad. Su labor de reescritura se resiente cundo empieza a ser consciente de la farsa y despierta a una nueva conciencia de resistencia. En 1950, apenas un año después de su publicación, el autor británico fallecía afectado por la enfermedad de la tuberculosis.

RECLUSIÓN FORZADA. En los escasos metros cuadrados del hogar, contemplando desde el balcón el vuelo de los vencejos y atendiendo a las llamadas telefónicas y mensajes de amigos, así como con la lectura como fiel compañera, recompongo la recreación de la vida, ahora limitada por la incertidumbre más que por la determinación de los poderes públicos que no dudan en mantener los estancos abiertos y cerrar las librerías. En este quehacer diario siento las ligaduras pero también la sofisticación de la simpleza. Las múltiples, anecdóticas e irrisorias actitudes de cierta ciudadanía para burlar el enclaustramiento son perturbadoras boberías. Antonio Machado refería este paradigma nacional de crueles consecuencias, que hoy día ni siquiera el racionalismo europeo es capaz de contener, “(…) como envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora (…)”. Y este mal no cesa: la ignorancia. Nos reduce, limita y empobrece como esa anhelada curva del mal que no acaba de hundir su signo fatal y amenaza con irrumpir con más fuerza si cabe. En la rechinante «desescalada» existe una apremiante necesidad de testificar por los damnificados. En este sitio que sufrimos, la libertad es un don que riñe con la mentira tanto como la capacidad de reacción desprendida frente al virus. ¿Cómo recobrar la esperanza recordando a los desahuciados y su retorno al no hogar o a aquellos trabajadores inmigrantes que sin papeles malviven en condiciones insalubres en las inmediaciones de los campos de cultivo o encerrados en los Centros de Internamientos de Extranjeros? ¿De qué heroicidad hablamos cuando arrojan a su suerte a miles de seres humanos que con disciplinada, voluntariosa y bienhechora actitud doblegan al desatino y, entre otras muchas labores, recomponen el marasmo sanitario a cuerpo gentil o atienden la compra n los supermercados y tras regresar del horror diario encuentran en la puerta de su domicilio una nota anónima e intimidatoria invitándoles a buscarse otro acomodo transitorio en su nuevo estatus de apestado?  La solidaridad tiene su lugar en el mundo porque la condición humana anda hambrienta de luces redentoras. Ese aplauso generalizado y vespertino tiene compás de agotamiento y desahogo a pesar de su poder de confraternización y animosidad. Y en esa debilidad apreciable los derechos y libertades aparecen más difusos y teñidos de prioridades perentorias. Se subordinan al mal menor y sus graves consecuencias. Es un automóvil circulando con luces de posición por una autopista en la oscuridad de la noche cerrada para zafar los controles y salvagurdar el egoísmo de sus ocupantes. La cuarentena, en cierta manera, debería extenderse a los pazguatos por más que estos detenten la representación democrática de sus países como jefe del Gobierno de Su Majestad, primer ministro de la república, presidente de monarquía parlamentaria  o discípulos de la masa. “Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido”. Así comenzaba Elias Canetti su obra Masa y poder, publicada en 1960. En estos tiempos extraños, quizás lo más desconocido no sea el coronavirus y sí el propio hombre y la afección que se causa a sí mismo.