Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

La foto del ministro

Hemos estado a un tiro de esputo de celebrar en diciembre unas terceras elecciones generales consecutivas, desde la última disolución ordinaria de las Cortes. Con Rajoy y Sánchez atrincherados, Iglesias en plan invasor y Rivera con las enaguas de la abuela, como mediando entre dos primos peleones, pintaban bastos. Se habló, columbrada la amenaza en lontananza, su avance sin tregua, del ridículo internacional, del bochornoso espectáculo. Al final, sólo el golpe de mano contra Pedro Sánchez por parte de sus hermanos de partido (barato cainismo idiosincrático), evitó el tan temido ridículo, supliéndolo con una traición, que siempre queda más aparente en las portadas de los medios de comunicación. Nacionales e internacionales.

            Sinceramente, ni entendí ni entiendo la preocupación por el ridículo, por la imagen internacional del país, ante unas terceras elecciones, cuando éramos y seguimos siendo el hazmerreír del mundo. De Europa, mínimo. Que la deferencia hacia España, como nación, brilla por su ausencia.

            Acabo de descubrir, entre los documentos de mis archivos, un recorte de periódico del año 2002, del 9 de febrero. Se trata de una foto con un breve artículo al pie, donde se da cuenta de la cumbre de Ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, celebrada en Cáceres durante la presidencia española. A un lado, un primer plano del, a la sazón, ministro del negociado, Josep Piqué, traje gris y corbata morada; tras él, un tanto escorado a su izquierda, un medio plano de Silvio Berlusconi, traje azul de sastre milanés, peinado engominado hacia atrás, impecablemente teñido, bronceado ideal y cara de absoluta satisfacción, como de niño malo que ha culminado con éxito su travesura, colocándole unos venerables cuernos a nuestro compatriota del Ejecutivo, quien mira a un punto indeterminado de su derecha, ajeno a la comedia del arte italiana representada en su retaguardia. Entrecomilla el pie las palabras de Il Cavaliere: «Bromeaba, simplemente. Es una reunión informal que sirve para crear amistad y cordialidad, simpatía, relaciones directas e incluso, diría, afectuosas».

            Sí, tal vez Berlusconi no sea el mejor ejemplo del protocolo diplomático, aunque su carácter ilustrativo es innegable. La falta de respeto con la que nos trata el mundo. O la carencia de reconocimiento. O la indiferente consideración. Para el mundo, el nombre España se identifica con playa, fiesta y cachondeo; baile, toros y alcohol; monumentos, senderismo y restauración; ferias quincenales, macropuentes y siesta. Y no es justo. Hay excelentes profesionales en todos los ámbitos, personas brillantemente formadas y trabajadores dedicados y competitivos. El español dedica una media superior a la actividad laboral (si bien, peor distribuida y retribuida, reflejándose en los resultados). Pero, claro… Cuando un país es incapaz de absorber tamaña masa de talento, la cual se ve obligada a emigrar, enriqueciendo a terceros, y tal circunstancia deviene cíclica, cual círculo perfecto, como su propia estabilidad económica, se complica bastante lo de la consideración y el respeto, pues, tarde o temprano, se prevé la certeza de que, al poco de levantar la cabeza, España fijo que volverá a caer, tropezando en la misma piedra, consecuencia ineluctable de su admiración hacia la ignorancia de la Historia, en particular, o la Cultura, en general, con el importuno Informe Pisa echando anclas por trienios.

            Tenemos lo que merecemos, qué podíamos esperar, es lo que exportamos. Los mayores esfuerzos de promoción se concentran en el turismo playero y monumental y en la fiesta, con sus más variables y variadas combinaciones. Investigación, desarrollo, innovación, cultura (no turística) son desconsiderados, improductivos para el interés económico nacional. Tampoco ayudamos, ni individual ni políticamente. Ese odio, esa envidia y ese rencor entre nosotros los manifestamos sin turbación ante cualquier foro, sin sonrojarnos con el cuadro. Y el último político de la lista del partido —no hablemos del primero—, que viaja fuera de nuestro territorio, aprovecha el micrófono para despotricar contra su adversario español, proceder impensable en casi ningún homólogo extranjero que visite un estado extraño.

            El ultrajante comportamiento de Berlusconi, planificado con nocturnidad y alevosía, no será ejemplo, tecleaba… Descuide, hay otros llamativos. En 1956 se estrenó la adaptación al cine del libro El hombre que nunca existió, de Ewen Montagu, que narra la ejecución de la Operación Mincemeat: plan británico gestado durante la Segunda Guerra Mundial con el objetivo de convencer a los alemanes de una invasión ficticia mediante la colocación de documentos apócrifos en un cadáver que sería hallado en la costa onubense. No he leído el libro, pero en la película destaca una escena mítica. Montagu y Acres se citan con sir Bernard Spilsbury, para ultimar los pormenores. A los tres les preocupa que un forense pueda detectar que el cadáver ya lo era al caer al mar, dando al traste con la operación. Spilsbury pregunta entonces dónde se encontraría el cuerpo. Al sugerirse España, responde categórico: «Ahí no tendrían problemas. No creo que haya nadie en España que pueda examinar el cuerpo para detectarlo». Con dos cojones.