Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

En defensa del artículo de opinión

A propósito de la polémica suscitada a finales del pasado año (¡y extendiose al presente!) a raíz de la obra revisionista de la profesora María Elvira Roca Barea, con la cual corrieron ríos de tinta y muchos callos de las yemas de los dedos reventaron por los vehementes tecleos, un grupo de amigos también tuvimos nuestra discusión particular. O tuvieron conmigo, por ser preciso, ya que quedé sólo ante la facción opuesta, como Gary Cooper en la clásica película de Fred Zinnemann, hasta el punto de sentir la dulce y preocupada mirada azul de Grace Kelly sobre mí. Incluso, en mitad de la amistosa contienda, les advertí que el tema daría para un artículo. Así, aquí me halla, amable lector. Le ruego paciencia.

El caso es que tengo dos buenos y queridos amigos historiadores y profesores de Historia, quienes le tienen tirria a Arturo Pérez-Reverte (para uno de ellos el diagnóstico podría elevarse, sin caer en la exageración, al aborrecimiento visceral), porque, afirman, se las da de historiador sin serlo, soltando, además, incoherencias y, sobre todo, se encuentra contaminado, envenenado o viciado por esa corriente de pesimismo histórico que tanto daño ha hecho y hace a la verdadera Historia de España, la cual, en contra de lo que nos contaron ilustres e ilustrados españoles, como Cervantes, Quevedo, Moratín, Larra, Galdós, Valle-Inclán o Chaves Nogales; o nos historiaron (disculpe la redundancia), no yendo en zaga, entre muchos otros, Menéndez Pelayo o Menéndez Pidal; arroja más luces que sombras; es decir, que no es tan negra como la pintaron o pintan, aun cuando el pintor fuera Goya, aun cuando la sufrieran en sus propias carnes (en el centenario de su fallecimiento, se glosaría la delación, conspirativa y cainita, perpetrada contra Galdós, para truncar, con éxito, la concesión de su Nobel). Y claro, esto lo afirma quien suscribe, como el número de seguidores, admiradores y lectores de Pérez-Reverte se cuenta por millares y como vende más libros que nadie, el público asume la Historia narrada por el escritor como doctrina incontestable, panorama que se les manifiesta durante sus clases, cuando sus alumnos citan a Pérez-Reverte cual catedrático emérito de Historia, con el consecuente esfuerzo por parte de mis amigos de corregir y desmentir las falacias que, fruto de la licencia narrativa o del error profano, publica el escritor cartagenero. Esfuerzo que, naturalmente, los jode sobremanera; razón por la cual, vuelve a afirmar el suscribiente, se posicionaron enérgicamente del lado de Roca Barea, quien, tecleado sea de paso, tampoco es historiadora, sino filóloga.

Pues bien, se me permitirá dejar al margen varias realidades. Se me permitirá dejar al margen que han sido incontables los autodidactas que el mundo nos ha dado, y quienes brillaron o brillan en materias muy distantes de sus titulaciones académicas (documentos sobrevalorados en exceso), alcanzando irrefutables logros. Que tanto Pérez-Reverte como Roca Barea se bastan y sobran para defenderse por sí mismos, en un comprensible y lucrativo arribaje mercantilista. Que mi entusiasmo por Pérez-Reverte, ya tecleé sobre el particular, no es tanto admiración o fanatismo como homenaje o respeto, en agradecimiento por su obra; una, en concreto, sumada la serie del capitán Alatriste, por supuesto; máxime, cuando, en los últimos tiempos, se ha obsesionado en demasía por la cuantía de las historias narradas, relegando la estética, el estilo literario de ellas. Que Roca Barea se ha ganado un reconocimiento por su labor de revisión y divulgación histórica. Que, en cada viaje por Hispanoamérica, Pérez-Reverte niega la mal denominada Leyenda Negra española. Que Pérez-Reverte no se ha cansado de repetir que no es historiador, por muy rotundas o apasionadas que sean sus aseveraciones; que, para la Historia están los especialistas y los libros especializados; que es un lector que escribe novelas; y que bien novela o transfigura en ficcional la Historia de España, bien cuenta su visión de la misma; no en vano, su famosa tirada de artículos temáticos la tituló «Una historia de España» (no me rebajaré al análisis gramático o lingüístico del título)… Y este último detalle es trascendental.

Lo que define al artículo de opinión y literario del resto de artículos, como pueden ser los periodísticos, es la subjetividad, que el buen articulista, aquél que verdaderamente se precie de serlo, ha de complementar con la honestidad. La opinión es una postura personalísima, una valoración que se forma internamente, un juicio resultado de la recopilación de datos, del análisis y de la meditación o deliberación interior. Y sí, solipsista, en ocasiones. Expresar y difundir la opinión es un acto libre, amparado por nuestra Constitución, siempre que no se invadan los restantes derechos. Cierto que tamaño grado de libertad trae sus consecuencias negativas, descubriéndose los millones de gilipollas que sueltan sus millones de gilipolleces. Pero esto es culpa de la apertura generalizada, no discriminatoria, de los medios de difusión social, no de la libertad per se, ni mucho menos del derecho. La opinión racional y razonada, no sintetizada en vomitar alaridos incongruentes, es válida, pudiendo versar en torno a una multiplicidad de contenidos. Puede ocuparse, entonces, de la crítica a una obra, positiva, laureándola y engrandeciéndola, o negativa, humillándola y despreciándola. Opinión crítica que, a su vez, puede ser criticada, faltaría más, por virtud de otra opinión. En época decimonónica, don Mariano José de Larra pasó por un periodo de crítica teatral vacunado contra la benevolencia. Este suscribiente, a distancia, criticó con ferocidad las películas 2001. Una odisea en el espacio y Blade Runner. No se puede olvidar que el articulista tiene por misión transmitir un mensaje: su opinión. Para conseguirlo, conquistar la atención del receptor es factor primigenio, siendo la pasión, la emoción sobrevenida, el más efectivo de los instrumentos. Sin sentimiento, sin emoción, sin pasión (¡pólvora de la carga subjetiva y honesta!) el articulista es un mero transmisor de información monótono y adormecedor. Expuesta y difundida la opinión, el receptor podrá considerarse a favor, en contra o adoptar una opinión original.

El problema surge cuando el receptor, el oyente o el lector carece de un intelecto adiestrado o instruido en el conocimiento; asimismo, cuando carece de sentido crítico. El problema surge cuando el oyente o el lector espera a que su tertuliano, autor o gacetillero predilecto exponga su opinión para apropiársela. El problema está en las masas aborregadas, incultas y desprovistas de sentido crítico, incapaces de pensar por sí mismas, que asumen como axioma, como Palabra de Dios, como verdad incuestionable, apodíctica, las opiniones vertidas por su elegido. Grandes analfabetas que, al ignorar los conceptos, no disciernen entre opinión subjetiva, novela ficticia y ensayo académico.

Pérez-Reverte y Roca Barea no son historiadores, y, realizados sus estudios, lecturas e investigaciones, extraen sus conclusiones y publican sus respectivas opiniones. Otorgar tan extremado protagonismo a estos nimios hechos, ejercicios narrativos, al cabo, trasluce la equiparación con esas masas aborregadas, indoctas y privadas de sentido crítico… Opino yo, vaya.