La Lupa

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Las lágrimas de Camille Claudel

Es una de las escasas fotografías de su internamiento en Montdevergues. Aparece sentada, casi anciana, como en otra imagen muy similar en la que le acompaña su amiga Jessie, la única persona que le fue leal hasta el fin toda vez que los auténticos valedores de su arte, Louis-Prosper  Claudel y Auguste Rodin, hacía algunos lustros que habían fallecido. En la estancia predomina un vacío esclarecedor que invita a releer aquellas cartas suyas, especialmente las no enviadas a sus destinatarios por decisión médica y familiar. Tocada con sombrero, conserva la coquetería de siempre, aunque ciertamente es difícil reconocer esa mirada que se hunde entre las lentes de la cámara y no alcanza ningún lugar, como si abocetara propuestas en abstracto. Allí se barruntan los mismos asedios que engrandecieron sus obras, perceptibles ahora por imposición: el silencio, la espiral del amor interior, lo obsesivo, los gritos remotos destemplados por el eco. Su correspondencia desentraña un anhelo justo, esencial, algo que implora más allá de las cosas previstas: volver a esculpir entre sus cuatro paredes, “¡Me conformaría con tan poco!”. Hay muestras de abatimiento, el desgaste de una espera interminable que ella intenta contrarrestar revisando los rescoldos de las alegrías una y otra vez.

Sí. Es Camille. Sus manos no mienten: guiaron al genio cuando las necesitó para concretar las de mujeres de cualquier estado o dimensión. Fuertes aún, lo recuerdan todo; no solo sirvieron a Rodin, esas manos modelaron su busto con una maestría irrefrenable, la de su modelo, amante y compañera. Ahí está la esencia de Camille, en sus manos escultoras, más que en esa imagen sin horizonte donde los ojos ya no son profundos, ni azules ni grises, y evidencian  la opacidad de los vaciados en yeso. Posan todavía, privadas de esculpir, mientras maduran ideas y anotaciones que desearían llevar a la piedra; dialogan con la sublime inspiración de Miguel Ángel, Bernini, la del propio Rodin, o  la suya; remodelan de memoria volúmenes aleatorios con el propósito de refrescar el espacio, nuevas armonías y movimientos para “El Vals”, despojos para  “Clotho”, variaciones sobre “La Edad Madura”

A sus doce años, la jovencita Camille se había afanado en “David y Goliat”. Esas manos, puras entonces, vírgenes de todo aprendizaje, de consejo y de experiencia, eran sin duda unas manos atrevidas, cuya osadía no había hecho sino golpear con determinación la gran aldaba del Olimpo artístico. En sus adentros lo sabía, impresionada por la inmensa escalinata que aún la separaba de la luz, pero ¿a qué mirar tanto escalón cuando se tiene el resplandor, la cima en las  propias manos? Valiéndose de aquella leyenda modelada  en barro, Camille anunciaba que ya vestía  la piel de la escultora y que en adelante ese “caparazón” la ayudaría como nada y como nadie: sería diferente a todas, viviría bajo los cúmulos inclementes de la creación, sentiría con extrañeza lo que sienten los seres extraños, vería crecer su fortaleza ante los días de fango y los de plata, dormiría y despertaría arropada por el impenetrable manto de piedra reservado para los artistas, sus proyectos morirían para resucitar tantas veces fuera necesario, siempre iluminada desde el horizonte, esa cumbre que la cegaría con la intensidad de los faros. En adelante sus lágrimas serán de barro, de bronce, de yeso, de ónice o de mármol y en ellas esplenderá la vida.

¿Qué me importa que seas sabia? ¡Sé bella y sé triste! Las lágrimas añaden encanto al rostro / como el río al paisaje; / la tormenta rejuvenece las flores”.

Con estos versos comenzó Baudelaire su “Madrigal Triste” incluido en “Las Flores del Mal” (1857), un poemario que durante el período más apasionado y prolífico del binomio Auguste-Camille debió embriagarles con sus aromas de alta gradación. Él y ella lo hablarían entre confidencias, así como Rodin y Claudel pellizcarían sus esculturas, las dotarían de esa humanidad irregular que Baudelaire describió mezclando el subsuelo, las telarañas y el vaho de la madrugada con la pasión primaria de mujeres y hombres. Y el amor…, ninguna obra explica el amor si no nace de él mismo -“Lo que es profundamente verdadero para un hombre lo es para todos”, dictó el maestro en su testamento-. Camille Claudel crearía “El Vals”, “Shakountala”; Auguste Rodin, “El Ídolo Eterno”, “El Beso”… Así también, el joven Rainer Maria Rilke relataría en su libro “Auguste Rodin” (1907) que los versos de Baudelaire “… sobresalían de la escritura, no estaban escritos, parecían modelados, palabras y grupos de palabras fundidas en las cálidas manos del poeta, renglones que tenían el tacto de los relieves”.

Pero mucho antes, Louis-Prosper Claudel comprendió lo que su hija pedía a los doce años de edad. Fue él quien desbrozó de hierbajos su indefensión artística, proceso en el que participaron Alfred Boucher y Paul Desbois; éste último tras elogiar el talento de Camille, llegaría a preguntarle si acaso había recibido ella lecciones del Sr. Rodin. La escultora valiente y honda, la señorita Claudel, sería admitida en la Escuela de Bellas Artes y a los diecinueve años (1883) buscó sitio en la Academia Colarossi  de París, de fundamentos más modernos y permisivos, donde las casualidades propiciarían que finalmente  –entonces sí-, tuviese como maestro eventual al artista que ya daba qué hablar con su dilación en la portentosa “Puerta del Infierno”. Camille acortó los protocolos. Rodin también: “De hoy, 12 de Octubre de 1886, en adelante no tendré otra alumna que a la Srta. Camille Claudel y la protegeré a ella sola por todos los medios a mi alcance, por medio de mis amigos, que serán los suyos, sobre todo mis amigos influyentes. Ya no aceptaré otras alumnas para que no surjan acaso talentos rivales, aunque no creo que se encuentren con facilidad artistas tan naturalmente dotadas” (Carta de Auguste Rodin a Camille Claudel). Y de ahí al oficio, a la creación, a la aventura de un espacio común y propio, a lo eterno: la forma será el medio que justifique la belleza. No hay más que buscar: “Todo es bello para el artista, puesto que en todo ser y en toda cosa, su penetrante mirada descubre el carácter, es decir la verdad interior que se trasluce bajo la forma. Y esta verdad es la belleza misma”, concluiría igualmente Rodin en su Testamento Artístico.

“Aspiro, deleite divino, / himno profundo, delicioso / todos los gemidos de tu pecho, / y creo que tu corazón se ilumina / con las perlas vertidas de tus ojos”.

Si Charles Baudelaire descubría versos afilados que el propio Rodin ilustró entre 1887 y 1888, y hacia los cuales desvió sus intenciones en la “Puerta del Infierno”, Camille Claudel se contagiaba ante su voluptuosidad y sus raras armonías alcanzando un estilo concluyente, sólido, y exhibiendo esa fuerza, incluso hostil, que procede de los pozos del sentimiento. Junto a esto, la sombra más universal de entre las humanas: la duda, el cruce de caminos ante el que también ella se detuvo mientras fue libre. Pero Camille esquiva los trámites, resta tiempo a la levedad, porque el amor tiene urgencias, las mismas que el dolor y así, lo que ella ha  gozado o sufrido lo transfiere a la piedra como una confesión privada, un acto de desnudez que nos recuerda a la escritura periódica e íntima de los diarios, allí donde se escribe lo que las conversaciones silencian, quién sabe para qué lectores, ¿qué más da? No existen cábalas en sus obras, como no hay nada en ellas que escape a nuestro entendimiento. Son sus lágrimas, las de cuando es feliz y las de tantos “madrigales tristes” que afiló Charles Baudelaire.

Ajena a su devenir,  cuentan que poseía una belleza inquietante; la paseaba con la misma naturalidad con la que modelaba el sentimiento más desgarrador y muchos creyeron que esto mismo haría mal a sus obras, como se recoge en el episodio de su “Shakountala” ante el populacho de Châteauroux (1895), sin embargo, lo que ella fulminó tras de sí fue precisamente el pudor mal entendido, a cambio de aquella autenticidad que aprendió en un taller donde el maestro batallaba a diario provisto de la mayor auto exigencia. Pagarían ambos por ello, siendo más envidiados en el fondo que en las formas, después lo serían a la inversa.

Todo esfuerzo por contradecir a la historia resulta infructuoso: hablar de Rodin es hablar de Camille. Por el contrario, nombrarla  a ella supone sobreentender la estela de aquel a quién amó con dureza y ternura. Las cinco letras que apellidan al genio quedarían caligrafiadas en cada uno de sus regazos, de igual modo que Rodin cincelaría la doble “C” bajo su coraza de mármol para siempre. Así lo quisieron ambos: se dieron, se ayudaron, se aislaron mientras les fue posible en la arquitectónica nube de La Folie Neubourg, de donde surgieron algunas de las obras más trascendentes  de la escultura moderna. Su posterior ruptura con Rodin (1898) la introduciría poco a poco, casi al ritmo de las figuras de “El Vals”, en una secuencia de dramático infortunio, haciendo que el amor, el odio y la obsesión se solaparan repetidamente, sin fin, reinterpretándose como lágrimas nobles  sus confesiones: “El Abandono”, “Clotho”, “Las Cotillas”, retratos, “La Nióbide”…, y “La Edad Madura”, expresión definitiva de  su llanto interior.

Aquella joven prestó su cuerpo desnudo a la “Danaide”, a la mujer de “El Beso”, la de “Fugit Amor”, “El Pensamiento”, el “Ídolo Eterno”, y tantas otras que Rodin culminó, pero en sus obras abrió la hermosa “puerta del alma”, nos enseñó su corazón y nos ganó para siempre. Sentada, a solas, entre adormecida y expectante, recuerda el taller, lo añora tanto como  aquellos días de labor y de alegría. Es Camille, internada, recluida en el hospital de Montdevergues las tres últimas décadas de su vida. Más allá de  todo es la escultora. Por esto la veneramos. Así era su deseo, y así es su felicidad, indefinidamente.

 

Bibliografía recomendada:
-“Correspondencia. Camille Claudel”. Traducción: Miguel Etayo. Editorial Síntesis.
-“Camille Claudel”. Anne Delbée. Ediciones Circe.
-“Auguste Rodin”. Rainer Maria Rilke, 1907.
-“El Abismo de Camille”. Enrique Laso, 2012.