Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Puritanos de pacotilla

Cuando se estrenó la portentosa serie La peste (2017), lo dejé pasar. Pero, ahora, con el estreno de la película Roma (2018), el veneno, ponzoñosa arma de cobardes, que viene suministrándose, gota a gota, durante los últimos años, contamina a las productoras cinematográficas y televisivas, provocando en ellas actuaciones de genética degenerativa.

En 2017, cuando habían descollado con 7 vírgenes (2005), Alberto Rodríguez y Rafael Cobos eran ya dos sobrenaturales creadores de largometrajes gracias a Grupo 7 (2012), La isla mínima (2014) —magistral producción patria— y El hombre de las mil caras (2016). A lo largo de este periodo quinquenal, las competencias en el imperio bicéfalo fueron evolucionando, de manera que, si Grupo 7 fue una idea original comunitaria que Cobos se encargó de escribir y Rodríguez, de dirigir; en La isla mínima y El hombre de las mil caras, el guión fue compartido, con reserva de dirección para Rodríguez; mientras que en La peste el reparto resultó algo más equitativo, permitiéndose Cobos (o concediéndole Rodríguez) el privilegio de firmar el listado de directores. La peste está ambientada en la Sevilla del XVI, época en la que era el centro del planeta, puerta de entrada hacia el Nuevo Mundo y floreciente urbe donde la riqueza prosperaba sin límites merced a su condición de punto neurálgico del comercio internacional, de la arribada de los cargamentos de oro y plata del nuevo continente y del encuentro (o desencuentro) de culturas y de estratos sociales. Ciudad, no obstante, en donde la desigual distribución de aquella riqueza abonaba la germinación de pícaros, estafadores, ladrones, cantoneras, matarifes y pedigüeños; aunaba los esfuerzos de la Inquisición; y fomentaba la codicia. En aquella Sevilla de opulencia y miseria también brota la peste, y, durante la epidemia, una serie de asesinatos obligarán a Mateo, hombre de extraños talentos perseguido por el Santo Oficio, a descubrir el misterio para depurar sus crímenes. En aquella Sevilla, crisol de fortuna y ruina, la lengua era el castellano del Siglo de Oro, el castellano de Cervantes, Lope, Quevedo, Góngora, Calderón o Alarcón, categorizado, claro está, en aquellas diversas capas sociales. Un castellano hoy entendible (dados los esfuerzos que la Real Academia Española ha ejercido desde 1713, y que en la actualidad parecen plegados al populismo, al mercantilismo y al colonialismo), aunque impropio para un producto de consumo televisivo e incoherente para una recreación ficticia en el siglo XXI. Lo que sí se podía hacer, y el equipo de La peste se preocupó por conseguirlo, era respetar los acentos y dialectos que, como al presente, imperaban en la España de entonces. O sea, que, lo mismo que el dialecto andaluz no es sólo acento sevillano, sino que acumula el cordobés, el malagueño o el gaditano; el lenguaje castellano no es sólo el acento de Castilla (o las Castillas), ni lo era en el XVI. Quien viva en la creencia de que un madrileño tiene (o tenía) el mismo acento que un valenciano, un aragonés, un extremeño, un riojano, un manchego o un asturiano es un ridículo pazguato que, por ignorancia o desidia, margina los vericuetos del lenguaje. Un acento incrementado, por lo demás, en las regiones con idioma o dialecto propio.

Pues bien, para una acción que transcurre en la ciudad de Sevilla, Rodríguez y Cobos, sevillanos de pro, recurrieron, muy responsablemente, al predominio de los distintos acentos andaluces, con el destacable sevillano. Proceder natural para cualquier artista riguroso, comprometido y desvelado por que su obra se transfigure en el mejor reflejo posible del periodo. Lo contrario sería un bochornoso anacronismo y una atroz descontextualización, como si un pintor de 2019 compusiera un cuadro costumbrista decimonónico incorporando un teléfono móvil, o como si una dramatización cinematográfica de la biografía matritense de Galdós prescindiera de su castellano con fuerte acento canario.

Pese a la lógica, no tardaron en hacer acto de presencia los críticos con la serie, garantizando que no habían podido entender los diálogos. Puritanos de pacotilla que unifican la universalidad del español al tiempo que lo adulteran con anglicismos, lo dilapidan con inclusivos y lo condenan con puñaladas ortográficas y morfológicas, con baqueteos gramaticales y semánticos, que acabarán por desbaratar nuestro mayor tesoro.

Este soez malestar de pacotilla, desgraciadamente, fue captado por acomplejados productores más atentos al comentario en la red social de turno que a la precisión y solidez del trabajo. La consecuencia fue el esperpento de subtitular en español la película mexicana Roma, rodada, por supuesto, en español. Penosa iniciativa que ha terminado por ser empleada en los medios televisivos, cuando, en un reportaje, entrevistan a una persona con un deje más intenso, un acento más marcado, un hablar más cerrado o una pronunciación inmunizada contra la influencia educacional. Sin embargo, en quienes verdaderamente la inteligencia brilla por su ausencia es en todos esos productores de oropel que se dejan arrastrar por puritanos de pacotilla.