Sepa usted, fiel lector, que llevo unas semanas preocupado por mi buen amigo Manuel Guerrero, a quien aprecio y quiero desde hace más de veinte años, y con quien me digno en compartir espacio, o bytes, o como se diga, en esta casa, o web, o el término que se emplee digitalmente; eso sí, siempre al sur de Córdoba… Preocupado, muy preocupado por su cordura; por si su juiciosa circunspección o su circunspecto juicio, tan alabados y aplaudidos nacional e internacionalmente, han sufrido deterioro provocado por agente invasivo incubado en su brillante cerebro, consecuencia de conspirativa acción rusa o norcoreana, como mínimo; por si su complaciente objetividad se ha visto salpicada por un escolasticismo radical o salvaje, agrio, aparente, vil y falso; por si su admirado espíritu crítico se ha dejado domeñar por infames corrientes subalternas de unas revoluciones al estilo de cagajones o cagafierros, externalizadas para el qué dirán, sin solidez ni futuro, desechables. Muy preocupado, sí, con el alma en un puño y mi frágil estado nervioso descompuesto, cual puzle sin piezas de esquinas. Ello, a raíz de la publicación el pasado mes de junio de su artículo «Cuatro películas», donde desmerecía los elogios, reconocimientos y premios cosechados por la película La La Land (2016), del joven director estadounidense Damien Chazelle, a la cual se han rendido crítica y público, incluidos catedráticos del cine de todas las esferas de la industria. Y lo hacía con absoluta carencia de pudor, escribiendo palabras —todavía se me pone la piel de gallina al rememorarlas— como «no es para tanto».
Ponía en valor, mi estimado amigo, los títulos La llegada, Eine unerhörte Frau, Manchester frente al mar y Tren a Busan, aseverando que ésta última sería su predilecta. Y vaya, Tren a Busan es una provechosa película, del surcoreano Yeon Sang-ho, director de The Fake (2013), cabría esperar alguna otra cosa atrayente, no te fastidia. Lo es a pesar de, como Guerrero reconocía implícitamente, serle aplicable argumentos semejantes a los esgrimidos por su compañero de trabajo contra la de Chazelle: la trillada temática zombi, de moda en los últimos años, como tiempo atrás lo fue la vampírica; es decir, que «… no aportaba nada interesante y que trataba de nuevo el mismo tema estúpido de ínfulas innecesarias a las generaciones más recientes…»; aunque está bien desarrollada y rodada, claro. En cuanto a La llegada, excelente producción del genial Denis Villeneuve, le falta esa credibilidad en la relación de la pareja protagonista, que no termina de conquistar al espectador, más por las carencias interpretativas de Jeremy Renner que por las enormes dotes profesionales de la siempre segura y espléndida Amy Adams. Manchester frente al mar, escrita y dirigida por Kenneth Lonergan, no es una película per se, sino un exclusivo portento interpretativo de Casey Affleck. Por último, Eine unerhörte Frau, de Hans Steinbichler, vamos, cuando traduzcan su título a una lengua romance, merecerá el comentario en su medida.
En cambio, La La Land (La ciudad de las estrellas) no es exactamente la historia de siempre: chico conoce chica, chico se prenda de chica, vicisitudes, enamoramiento y, por lo general, final feliz. Es la historia clásica de los años treinta, cuarenta, cincuenta (¡esa nostalgia!) modernizada, actualizada: chica conoce chico, chica se prenda de chico, enamoramiento, vicisitudes… ¿y el final?… En el final interviene un factor determinante en nuestros días: el trabajo como necesidad de vida, como elemento imprescindible de supervivencia, disfrazado de sueño desgastador; el trabajo como orden, como forma de existencia; el trabajo por encima de la persona, de la felicidad, del amor. Pero ahí tercia la fina superioridad del guión de Chazelle, rematándolo con un magisterio directivo envidiable, al ofrecer al espectador, con suma delicadeza cinematográfica, un doble final, una suerte de ¡si hubieran dado una oportunidad al amor! Un guión, por lo demás, en cuatro capítulos coincidentes con las estaciones del año, tripulando al espectador hacia la atmósfera emocional precisa.
Luego está esa grandiosa escena introductoria, homenaje a Las señoritas de Rochefort (1967), de Jacques Demy, rodada en un plano secuencia (técnica que Chazelle repetirá más adelante), y que, posteriormente, se bifurca, para presentarnos a los dos protagonistas por separado (primigeniamente, se pensó en Miles Teller y Emma Watson); precedida por otro guiño con la imagen inicial en blanco y negro que exhibe el logo de Cinemascope cortado, para ensancharse hasta obtener toda su dimensión panorámica y color. Entre mucha y variada filmografía, más nostalgia se luce en la escena del planetario, homenaje a Rebelde sin causa (1955), cuya acción en idéntico contexto, perfeccionando el cinemascope, convenció a la productora para completar su rodaje en color.
Y también tenemos una estupenda banda sonora, el loor del viejo jazz; la ambientación, el vestuario, la puesta en escena, el olor al cine de mediados del XX; la cuidada fotografía, el color, sempiterno color, transfigurado en personaje, ese brillo que irradia todo el metraje; la pareja protagonista: la excepcional Emma Stone con sus bellísimos ojazos, cuya hipnótica mirada llena por sí misma cualquier plano corto, y el solvente Ryan Gosling, fantástico en todo registro; y, por supuesto, el trasfondo de la cuidad de Los Ángeles, desde el título (LA), como secundaria de lujo.
Damien Chazelle, quien ya nos sorprendiera con Whiplash (2014), aclamada obra maestra, nos ha vuelto a obsequiar con una joya cinematográfica, delicia para los cinéfilos, con visos de mudarse a la atemporalidad. Conviene recordar a los críticos opositores que, aun con los cándidos intentos de Warren Beatty, la película no ganó el Óscar (sí su director), concediéndose a Moonlight, un tostón nefando sobre el cual se puede garantizar el politiqueo o nepotismo condenado por ellos.
Angustiado tras leer su artículo, contacté con mi amigo Manolo, quien me tranquilizó con el hecho de que sólo consistía en una opinión. En la pretensión de la convicción, le dedico el mío, esperando la pronta recomposición en su descarriada idea.