Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

La Luisiana española (V)

Y aquí se iba a acabar la tontería… Los vínculos, que entre España e Irlanda fueron tradicionales, históricos, se implementaron desde el último tercio del siglo XVI, motivados por cuestiones geopolíticas, socioeconómicas y, cardinalmente, religiosas. A la lucha confesional entre la España católica y la Inglaterra protestante se le otorgó el calificativo de cruzada y se significó en un fervoroso rechazo hacia la expansión inglesa sobre la isla. La Corona Española inició una estrategia de influencia directa en el ámbito político y militar irlandés por medio de emisarios o representantes, plenipotenciarios que colaboraron contra el invasor y opresor inglés en ambas áreas. España se incorporó a la Guerra de los Nueve Años (1594-1603) tras la llegada al trono de Felipe III, apoyando, por supuesto, la causa de los líderes Hugh O’Neill y Hugh O’Donnell contra el imperio isabelino. La cosa no terminó muy bien para la alianza hispano-irlandesa (investíguese la conocida Fuga de los Condes), el sistema medieval de clanes se dio por finiquitado en Irlanda y la emigración se intensificó. La presión fiscal y la persecución religiosa obligaron a los irlandeses a potenciar su salida migratoria a comienzos del XVIII. Muchos fueron los que se adhirieron a la milicia española, y así, al Cuerpo de Marina Irlandés, que ya se había embarcado en la escuadra de la Grande y Felicísima Armada (1588), y al Tercio de Irlanda, se les sumaron regimientos y altos mandos que combatieron al servicio de la Corona de España, para participar de su gobierno con el paso de los años.

Alejandro O’Reilly había nacido en el Condado de Menth, en 1723. De humilde familia, no tardó en ser consciente de que su supervivencia se hallaba en la milicia. Ofreció su talento y destreza como mercenario a varias potencias católicas, y se integró en el Ejército español, cuando España entró en la Guerra de los Siete Años, en el cual destacó con prontitud. En 1765, se le nombró mariscal de campo al mando de Puerto Rico, con la misión de organizar y consolidar una milicia fiable que protegiera la isla. En agosto de 1769, como se adelantó en la entrega anterior, soltó anclas en Nueva Orleans.

Los colonos franceses no se esperaron reacción tan rápida por parte del nuevo dominio, y mucho menos tan dura. La represión del alzamiento fue brutal (sería recordado como O’Reilly el Sanguinario), llegando a ejecutar a un puñado de líderes. Como Gobernador, O’Reilly sustituyó los Consejos por Cabildos; nombró a su segundo, Luis de Unzaga y Amézaga, Presidente del Cabildo de Nueva Orleans; puso en funcionamiento el régimen provincial español; inspirado en las Partidas, redactó un cuerpo normativo de derechos y deberes, denominado Código O’Reilly, que mantuvo su sucesor, Unzaga, con algunas reformas, y también Bernardo de Gálvez, quien extendió su aplicación a Florida, una vez recuperada, claro… Pero, precipito en exceso el tecleado. De vuelta a O’Reilly, consecuente éste con las carencias en materia de orden público, constituyó un batallón fijo en la provincia, el Batallón de La Luisiana, formado por quinientos hombres tomados de los regimientos de Aragón y Guadalajara, y regularizó las milicias. Trece compañías que O’Reilly, junto con las milicias, distribuyó a lo largo y ancho de la provincia (más a lo largo del río Misisipi que a lo ancho), reservando cuatro para Nueva Orleans y tres para la costa del Golfo de México.

En esta línea, se hacía transcendental la seguridad y control del territorio, con los siux y demás indígenas aterrorizando a base de incursiones salvajes, no sólo desde la Reserva; así como los británicos incordiando más al este. Durante el periodo del Gobernador Ulloa, en 1767, una expedición al mando del capitán Francisco Rui había iniciado la fortificación de la provincia con plazas o fuertes o presidios a orillas del río Misisipi y sus afluentes (adviértase —y perdóneseme la insistencia, si ya lo tecleé en un número anterior— que el río Misisipi y sus afluentes, como el Illinois, el Ohio o el Misuri, eran las arterias comerciales de Norteamérica, auténticas autopistas fluviales por las cuales circulaba toda la mercancía de la zona); y de tal modo escribió al Rey: «… El objeto de esta expedición es la preservación para Su Majestad de los reales dominios que le pertenecen, y mantener con los salvajes las mismas buenas relaciones y acuerdos que los franceses han sabido preservar. […] Hay dos principales motivos que obligan a la fundación de esta fortaleza: el primero es para guardar a los salvajes en amistad y alianza con la colonia y el otro, para prevenir a los vecinos ingleses que entren en los territorios y dominios de Su Majestad…». El Gobernador O’Reilly reforzó aquellas expediciones, con la creación, incluso, de una pequeña flota de lanchas artilladas destinada a labores de patrulla. El esfuerzo se centró, sobre todo, en la plaza de San Luis de Illinois (San Luis de Illinueses, para los españoles), ubicada en la confluencia de los ríos Misisipi, Misuri e Illinois y fundada en 1764 como puesto comercial por mercaderes franceses. Al frente de la misma, O’Reilly designó al capitán Pedro José Piernas. Quien había gobernado el distrito de la Alta Luisiana y asentado en San Luis, en marzo de 1769, pasaba a ser, entonces, investido de las oportunas formas, Vicegobernador de la división Superior de la provincia, con las expresas consignas de austeridad y de prudencia, de manera que el gobierno español fuera amado y respetado; la Justicia, dictada con prontitud, imparcialidad y de acuerdo a las leyes; y el comercio, protegido e incrementado en lo posible; amén de procurar mantener la armonía con los británicos y tratar con igualdad y cortesía a las tribus indias.

En marzo de 1770, el Rey consideró concluida la misión de Alejandro O’Reilly. Además, no interesaba seguir tensando el delicado estado de rechazo manifestado por los civiles hacia el severo Gobernador. O’Reilly fue relevado por Luis de Unzaga. Aunque, pese a las medidas adoptadas, el problema de la provincia americana era el eterno problema del conjunto de la Corona de España, aquél que siempre lo fue en su historia: la escasez poblacional.