Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Hibernación coronavírica

Ya nos advertía aquella preclara mente discursiva del presidente Mariano Rajoy que, quien habla mucho, más peligro corre de errar durante su soflama o alocución. Se refería el portento a esos cortocircuitos léxicos, esos resbalones oratorios, esos apaleamientos sintácticos, esos lapsus linguae que, con frecuencia ferroviaria, solían hacer un alto en sus celebérrimos pregones. Pero estos pequeños (por el nivel de importancia de su contenido) traspiés dialécticos, los cuales sin duda conmueven y mueven a la risa, la condescendencia o la compasión, no deben confundirse con aquellas estulticias soltadas después de un supuesto (y atención a lo de supuesto) proceso de reflexión y análisis, culminado con una conclusión lógica (por emplear algún termino hipotético). Lanzados a discreción, se asemejan a identificadores de una infame bajeza moral, que pretenden excusar o justificar acciones altamente reprobables, partiendo de la consideración de que los oyentes son idiotas (punto probable, claro) o que tienen las cualidades esofágicas de Linda Lovelace (igualmente probable). Vocablos con la consistencia de la diarrea de una vaca que avergüenzan e indignan a cualquier persona con un mínimo de honestidad e integridad, y que, tacharlos de eufemismos, sólo provocaría una licuación mayor de esa diarrea vacuna. Por desgracia, en menos de diez años, hemos vivido algunos de estos episodios.

Hace unos siete, si confío en la fidelidad de mi memoria y en la hemeroteca de Google, la por entonces ministra del ya citado Rajoy deleitó al personal con aquello de la «movilidad exterior», para referirse a aquel éxodo de jóvenes españoles, pululantes por Europa, obligados a emigrar en busca de una suerte laboral negada en su patria. Sin embargo, en más cercanas fechas, ha acontecido un pustuloso cúmulo de paparruchas emergidas de la zona más podrida de la decencia. Comenzaría, con amplias facultades para el regodeo, con aquello del «relator», si no hubiese sido escupido, con el objeto de cubrir las ignominias en el asunto catalán, por una vecina de comarca, y no estuviésemos ahora en temas de superior interés público.

Centrado, entonces, en la actualidad, me debato, con alma hamletiana, entre lo de la «hibernación» y lo de la «nueva normalidad». Lo segundo, por lo ridículo del planteamiento, más vinculado a un maestro de parvulario para con sus pequeños docentes, se antoja tan estúpido que no creo que merezca argumentación alguna. Lo de la «hibernación» sí podría dar para el trámite, pues que un supuesto (y atención, de nuevo, a lo de supuesto) economista y cualesquiera de sus acólitos piensen que, parado todo el sistema económico, mercantil, financiero, productivo de un país de forma temporal, como el que se toma un paréntesis para fumarse un cigarrito o comerse un KitKat y después sigue por donde lo ha dejado, como el conductor de autobús que se detiene para cargar y descargar al personal y continúa su ruta programada, como quien recibe una llamada telefónica en mitad de un polvo y, tras responder, vuelve a darle matarile a su parienta o su pariente, no tendrá repercusiones inmediatas y a largo plazo, entristece por la simpleza del contexto, o por ese contexto de simpleza en demasía que genera. Y turba más que contemplar cómo los chinos estafan con grotesca habitualidad al tal economista curricular y a cualesquiera de sus acólitos.

Aunque la estafa, así, en frío, bien que se la merecen, por rechazar la ayuda que las empresas de trading y los laboratorios españoles les ofrecieron. A cambio, el Gobierno se dedicó a incautar el material a entidades que, inteligentemente, supieron abastecerse en su momento; confiscárselo, como si de vulgares ladrones se tratara, consiguiendo que dichas sociedades abandonaran el negocio de la compra y aprovisionamiento, el cual estaba abocado a la pérdida o a la indebida apropiación y a la imagen y publicidad negativas. Abocamientos, tecleado queda, auspiciados por el propio Estado nacional: esos furgones y camiones de la Policía y la Guardia Civil con sus sirenas, sus luces, sus calles cortadas, sus agentes armados, su circulación a toda pastilla, sus periodistas grabando y fotografiando para la apertura del telediario y la portada del periódico… Bien que se lo merecen, o sea, el economista apócrifo y cualesquiera de sus acólitos… El disgusto es que el mérito terminaremos pagándolo los demás: pequeños y medianos empresarios, autónomos, trabajadores por cuenta ajena, quienes iremos derechitos al paro sine die, sin visos de salir en breve, ni garantía de cobranza.

Un país para el que el sector primario es el ocio y el turismo, que vive en la calle y de la calle, cuya industria quedó desmantelada sin piedad, no puede esperar que todo reinicie como si nada hubiera pasado; máxime, cuando lo último en reiniciarse será, precisamente, y por su misma condición, ese sector de ocio y turismo, de primaria fatalidad. Sobrecoge, en fin, ver cómo se apuesta la recuperación a la mesiánica venida de un dinero público que, anunciado con falsedad, de cara a la galería, el Gobierno no afloja. Que se confíe en el mercado globalizado, internacional, y no en una reconversión de la industria nacional, apurando, en una reindustrialización pública, creadora de puestos de trabajo. Que se adopte la prestación, paguilla o «ingreso mínimo», catequizador de vagancias físicas e intelectivas (la persona se realiza y desarrolla con el trabajo) y acicate para que la plutocracia pueda incrementar los índices de parados a voluntad, y sin temor a revueltas. La pregunta es sencilla: ¿qué se manifiesta más acorde con el Estado Social, esa pensioncilla o «renta básica» o la industrialización pública?