No es la primera vez que denuncio la actitud pasiva de la Real Academia, por momentos, cuasi populista, aborregada al son de las novedades que los imbéciles de turno, creyentes de las supuestas bondades de lo políticamente correcto, imponen a esas masas cretinizadas por la vagancia intelectual y el infame régimen educativo y a los políticos incapaces que pretenden hacer prosperar un país a costa de prosperar ellos mismos. Pero sí es la primera vez que lo hago con el conocimiento de que en el seno de la institución se sostiene una tensa batalla entre dos facciones bien definidas: la formada por aquellos que consideran que la lengua está viva y hay que dejar que se desarrolle con absoluta libertad, sin injerencias ni reglas, sin control ni orientación, abandonada al destino o la suerte de los hablantes, o al destino o la suerte que los hablantes deseen darle; y la formada por aquellos convencidos de que, aun cuando, ciertamente, la lengua es un sistema de comunicación vivo, evolutivo por naturaleza, no es menos cierta la necesidad de fijar unos criterios o parámetros de control, tendentes a evitar que esa ineluctable evolución se convierta en una degeneración de la lengua, o peor, en una degradación o desintegración del español tal y como lo conocemos actualmente. Supondría, esto último, una transformación tan radical que, pasados los siglos (si es que el planeta sobrevive durante siglos al cáncer de la humanidad), los hispanohablantes del futuro no podrían entender a los actuales, y viceversa, claro.
Hasta ahora, es obvio, vence la primera corriente, apoyada, incluso, por filólogos de prestigio, obcecados, parece, en el error de conceder mayor valor a la substancia del lenguaje que a su identidad comunicativa y al incalculable patrimonio cultural, en general (si es que el término cultural sirve de algo en este país), y literario, en particular, que fecunda. Vivo como un ser humano, por supuesto, al lenguaje debe concedérsele una libertad que le permita crecer, evolucionar, en función de sus experiencias; permitirle tomar sus decisiones, asumir sus consecuencias, aprender de sus errores; progresar (no siempre entendido en su connotación positiva), en definitiva, al son de su propio ritmo de vida. Sin embargo, esta libertad no está reñida con la sujeción a una serie de reglas o principios básicos, a unas normas, como el ser humano está condenado a observar las costumbres y leyes que rigen en su comunidad. Lo contrario es el caos y la anarquía, la confusión y la incoherencia. Es el hacer cada cual lo que le viniera en gana, en un libre albedrío desolador, desquiciante y destructivo.
No me cansaré de repetir que, si hoy podemos leer a De Rojas, Cervantes, Gracián, Quevedo o De Vega, es porque, desde hace más de trescientos años, una loable institución como la Real Academia, de consuno con sus hermanas americanas, ha velado por la pervivencia del lenguaje, consciente de que era obligado domar o moderar, cual mentor eutrapélico, las frívolas pasiones de un leguaje salvajino por un irresponsable exceso de independencia, rebelde, también, a los suaves yugos de la corrección académica, razón por la cual la institución ha obrado con la insobornable firmeza de un preceptor preocupado por garantizar y proteger el futuro, concienciado en la seguridad de que, para lograrlo, el capricho y la incondicionalidad de esa libertad debían ser sacrificados por un bien mayor, por un futuro brillante, plagado de éxitos, por preservar un excepcional patrimonio a lo largo de los siglos.
Aunque no queda huérfano el patrimonio material, pues, el inmaterial tampoco se ha de olvidar. Para un ámbito territorial tan amplio como el de la lengua española, para un marco de hispanohablantes tan numeroso (se aproximan a los seiscientos millones), el método de la libertad absoluta es una tendencia absurda, homicida para la comunicación. Una lengua común sin reglas comunes, o, directamente, sin reglas, es el suicidio de su esencia, porque llegará a fragmentarse hasta el punto que considerar el nacimiento de dialectos carecerá de sentido, porque supondrá el nacimiento de decenas de nuevas lenguas derivadas del español, como las romances derivaron del latín. Un español ya no podrá hablar con un argentino sin traducción, ni un chileno con un mexicano. Una lengua común sin reglas propiciará una evolución localizada por núcleos, individualizada por zonas, supeditada a un proceso particularizado, diferente en cada sector.
Volviendo a los clásicos, y a modo ilustrativo, de continuar esta tendencia dominante en la Real Academia, llegará el día en el cual se publiquen ediciones del Quijote traducidas del español del XVII a ese nuevo español futuro, distinto, evolucionado, resultado de la obra y gracia de un puñado de académicos que prefirió dejarse arrastrar por los imbéciles de turno y las masas cretinizadas o abrazar la gentil y simpática idea de que la lengua debe crecer indómita, montaraz, despojada de toda ordenanza.