Era mayo de 2014 cuando un partido político totalmente desconocido para el conjunto de la ciudadanía española y liderado por un grupo de amigos revolucionarios y partícipes de las manifestaciones del tan conocido 15-M, se alzaba como la cuarta fuerza política en nuestro país en las elecciones europeas celebradas en la fecha mencionada, para año y medio después acabar (momentáneamente con el bipartidismo tradicional de nuestra democracia) en las elecciones generales del año 2015.
Regeneración democrática, derechos de los trabajadores, igualdad de oportunidades, no a los beneficios de la banca y las altas esferas son algunos de los valores ideológicos que caracterizaron a Podemos en su fundación y que le llevaron a ser el partido preferido de los jóvenes y a obtener hasta 70 escaños en el Congreso de los Diputados. Hoy, 10 años después, la juventud tiene como partido referente a VOX, lo que sitúa su propensión en las antípodas.
Pero, ¿qué nos ha pasado? ¿Era la juventud de extrema izquierda y hoy de ultraderecha? Probablemente en términos electorales podríamos afirmar esa premisa con total rotundidad. Sin embargo, tal vez este fenómeno pueda ser explicado partiendo de dos hipótesis: hartazgo e ignorancia.
Desde una perspectiva político-social, Podemos y el fin del bipartidismo tienen su origen en una burbuja inmobiliaria global que unida al desempleo y a los casos de corrupción que asolaban la prensa (Corona incluida) despertaron un espíritu de regeneración democrática entre los más revolucionarios, llegando esos debates incluso a plantearse una reforma jurídica de la norma que nos implantamos en el año 78, pero el resto es historia. Los privilegios de los altos cargos, la baja influencia de los nuevos partidos y por ende su incapacidad para cambiar el Ordenamiento Jurídico, unido a errores cometidos internamente, solo nos han llevado a un resultado: vuelta al bipartidismo y auge de la ultraderecha, lo cual desde un punto de vista filosófico político el filósofo David Pastor explica como una degeneración de la democracia que transitoriamente a través de la demagogia se convierte en oclocracia.
Todo lo expuesto anteriormente, podría convalidarse desde una perspectiva jurídica a través de la ignorancia. Fue Rafael Arenas, Catedrático de Derecho Internacional Privado, quien puso el grito en el cielo ante la Consulta sobre el futuro político de Cataluña del conocido 9-N del año 2014, a través de un artículo que bajo el título Cuando la política olvida al derecho, reseñaba de forma literal "para los juristas resulta especialmente doloroso observar como aquello a lo que dedicamos nuestro trabajo es despreciado u obviado por quienes deberían valorar especialmente su utilidad". Y es que si bien el contexto de estudio es distinto para mí como jurista resulta especialmente doloroso observar como la demagogia política es capaz de desplazar el contenido del Ordenamiento Jurídico e instaurar en el elector la ignorancia política y jurídica obteniendo como resultado lo que Pastor denomina oclocracia indirecta.
En definitiva, observamos como una década después el empleo, la vivienda, la corrupción, los privilegios jurídicos, judiciales y económicos siguen siendo preocupantes para una juventud que como escuchaba hace unos días de un analista lleva toda su vida en crisis. ¿Y la solución?
Quizás la solución al hartazgo la tenga el bipartidismo, haciendo uso de lo que en microeconomía se denomina principio de mínima diferenciación, especialmente en regeneración democrática, pues solo ellos pueden hacer frente a la rigidez de nuestra Constitución y claudicar ante los clamores del 15-M aún latentes. Mientras que en materia de ignorancia, tal vez la solución la tenga quien sea capaz de mantener la coherencia jurídica y no venda discursos anti europeístas o antidemocráticos que confundan al ciudadano generando discursos de odio.
Por tanto, no podemos olvidar a Hans Kelsen quien decía "El derecho no puede ser separado de la política, pues es esencialmente un instrumento de la política. Tanto su creación como su aplicación son funciones políticas, es decir, funciones determinadas por juicios de valor", lo que podría traducirse en que si en un clima de demagogia barata cambiamos nuestro juicio de valor tal vez nos situemos en una oclocracia muy alejada de una democracia que si bien debe ser corregida, no debe ser suprimida.







