Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Leyendas de Tartessos - Manuel Pimentel

A veces necesitas un libro que te evada. Que te saque de ti. Pero que no te lleve tan lejos, como para que pierdas tu propia identidad. Que sólo te supere a ti  mismo del ámbito corrosivo o pozo sin salida en el que singularmente, te encuentres atascado. Hoy, en nuestro increíble tiempo, es evidente, que el atascón es corrosivo y singular. Como para no sentirse uno dueño de nada. Ni de sí mismo, por muchos siglos de historia que se tengan leídos. Y uno se piensa: algún germen nos detiene en el tiempo o nos hace llegar hasta él.

              Pero nuestra es la historia y nuestro es el caballo. De que éste vaya bien sólo es cuestión de adiestramiento. Y hay libros que entretienen y enseñan ese aprendizaje. Te adentran, sin darte cuenta, en los dolores de la historia. En la que sólo podemos entrar con los torpes sentidos de la imaginación, alumbrando el presente. Este libro de Manuel Pimentel, “Leyendas de Tartessos” (Editorial Almuzara, 2015), es uno de esos libros que te hacen entrar en la razón de la leyenda. De la que es innegable, parte fantasía, parte realidad de algunos hechos.

              Y sin embargo, el gozo de sentirse arrastrado hacia el siguiente capítulo, te hace ya evadido en los sueños ideales, alimento de la inventiva erudita. Es sabido que el hombre tiene más enojos que entendimiento. Bien se puede decir que adolece de poca animación creativa. Pero “Algo extraño y colosal ocurrió, hace once mil años, algo más allá de las Columnas de Hércules.” Una sombra casi poética nos alcanza la otra punta del mundo. Donde empieza la leyenda del hombre. Su andadura y su historia. Donde hasta la muerte es asombrosa. Admiración que bulle en lo habitable, misteriosamente. El verbo nos acerca a la brevedad que apenas conocemos de La Atlántida. O de lo que Solón nunca había oído hablar. “Cuéntame algo más de ese lugar misterioso” —rogó el fascinado Solón.

              Su asombro nos participa de donde el fango y el agua no consienten la mísera y mezquina ruindad de los hombres. “Qué triste final para quiénes tan alto volaron.” Y la abrumadora duda hace preguntarse ante la destrucción de tanta felicidad, ¿si acaso el hombre voló alto alguna vez? O sólo descolló entre los demás animales. Perdóneme el simio y toda su hidalguía inteligente. Un sueño aletargado de la historia, nos persigue desde el largo invierno de la torpeza. Ese empeño indescifrable, de ir borrando lo trascendente de cada tiempo que nos llevó a nosotros. Soy ese hombre que nunca quiso ser lo que soy. El que se “arrastra exhausto por el barro, hambriento y enfermo".

              En los albores de la felicidad floreciente, todo estaba ya perdido. Pero “¿Quién atiende a negros auspicios cuando la vida sonríe, los graneros están llenos y lejos los enemigos?” Esto me recuerda aquello de las vacas gordas. No será por falta de literaturas que ilustren, a no errar en los buenos propósitos. Pero la estupidez callada, desprecia o silencia los nobles objetivos. Será la herencia de la devastadora estirpe de Caín. Algo deben tener los libros que invitan a mirarse hacia dentro, recordando el pasado, y mejorar el presente.

              Pero el tiempo y la escritura es lo único que perdura a nuestras andanzas. “No, no le temo a la muerte, es otro mi dolor.” Debe ser el escozor de la ineficacia, ante el conocimiento de saberse inútil. “Hagamos lo que hagamos -repetía- siempre terminaremos destruyendo nuestro natural entorno.” Esto es, nuestra ínfima felicidad. Pero, ¡cómo es posible!, después de tantas centurias de siglos de lecturas. ¡Qué desamor de vida!, uno puede decirse. Y “por eso, rota la armonía, se desatará la furia.” Pero uno piensa o quiere pensar en arduas existencias. En conmemoraciones irrepetibles. En la inextinguible sabiduría del hombre níveo de cabello, y mirada venerable. En el devenir que anhela nuestra mirada. Y no en el presagio abrumador de toda desesperanza o vanidad: “El mundo podrá tener futuro sin nosotros.” Y uno se dice al paso de otra página: ¿Tanta es la desesperación que nos desconsuela?...

              Y leyenda tras leyenda, seguimos oyendo los ecos de la historia. Los gritos de nuestro corazón, anclados en el tiempo. Y “haciendo un esfuerzo titánico advirtió cómo las rocas comenzaron a separase.” Pareciendo que la historia no acababa en Hércules, robador de ganado, sino que empezaba, bajo estos azules cielos en que habitan los hombres. Que fuésemos una civilización adelantada y próspera, no significaba que no acecharan los peligros en Cádiz. Como en todo imperio, cuando los odios y la envidia hacen nido en sus orillas, volviéndose luchas intestinas.

              Curioso al menos, este apasionado esfuerzo por el hallazgo de la oculta ciudad de Tartessos. “La suerte alumbra al que la trabaja.” Yo también lo creo. Pero “Hace dos mil años, el mar llegaba hasta ahí abajo, y desde aquí arriba se podrían ver los barcos fenicios que llevaban la plata de Tartessos hasta el templo del rey salomón.” Y sucedió el milagro: “Alonso se acercó hasta un cubo de agua para enjuagarlo.” “¿Será el tesoro?” “-Anda, niño, que ya estás otra vez con tus fantasías”. Eso será. “Soy un alma atlante, él tenía razón.”