Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Otras simpáticas gilipolleces

Se han superado holgadamente los cuatro años desde que me comprometiera a ofrecer una segunda entrega para esta serie de creaciones humanas más acordes con la desfachatez de la vulgar irrelevancia que con elegancia de la ilustre razón. De esta serie de simpáticas gilipolleces que nada aportan al engrandecimiento de la humanidad, ni son ejemplo para generaciones venideras o materia de estudio de futuros planes académicos. Aunque el problema, claro, es que detrás de toda gilipollez hay un gilipollas dispuesto a asumir, cordial, la autoría.

            En quinto puesto, las estatuas de las glorietas. Éramos pocos y parió la abuela. Nuestro entorno urbano vino a dotarse de estas rarezas circulatorias a modo de falsa plaza donde confluir varias calles. Sobre las bondades de su necesidad y los beneficios de su presencia no voy a teclear, amén de la incapacidad conductora para tomarlas con la adecuada eficiencia —si es que realmente se han concebido para que alguien sea capaz de tomarlas adecuadamente—. El caso es que esas glorietas, en mitad del gris asfalto, quedaban demasiado sosas, les faltaba el glamour preciso para acompañar a los políticos en la foto de la inauguración. Algunas se sembraron de césped, adornado con bellas y coloridas flores. No parecía suficiente. El fondo central se mostraba desértico, y el dinero público estaba para gastarlo, o malgastarlo. La solución era dotarlas de estrambóticas figuras, ambiguas estructuras o desechos medio restaurados, cuyo destino directo hubiera sido el desguace. Estatuas —o como se quiera llamar— que, en ocasiones, dañan la vista e insultan la decencia, que acabarán siendo olvidadas, sin hueco en museos ni en doctorados de arte. Con la rabia de saber que parte del presupuesto para esa porquería se lo han embolsado los caraduras de la foto.

            En cuarto lugar, el portagomas. Tuvo su época. Era una variante del portatizas, una suerte de portaminas… para gomas. Debían ser gomas especiales, cilíndricas y alargadas, las cuales se introducían en un instrumento con un pulsador en el extremo opuesto que iba deslizando goma a medida que se agotaba. Muy pijo y pintoresco. Y muy estúpido. Todavía, la variante del portatizas tenía su sentido: el problema del polvillo blanco de la arcilla venía a ser engorroso. Se conoce que el contacto de la goma al borrar provocaba dentera. Se añadió su pinza, para poder sujetarlo al bolsillo de la camisa. Una pasada total, o sea.

            En tercera posición, la pulsera de actividad. O de medición de la actividad. Es un artilugio que, llevado en la muñeca, te invita a moverte, combatiendo el sedentarismo natural, y mal hábito, de nuestra especie. Tema a considerar es el de la invitación, pues no se pondrá a lanzar descargas eléctricas intimidando al portador para que empiece a correr. Sólo advierte del estado, atacando la conciencia del perezoso, si es que un holgazán del ejercicio sufre remordimientos por tal pobreza de ánimo. Además, controlará la actividad diaria, reprendiendo, cual señorita Rottenmeier, el incumplimiento de los objetivos. Coincidirá, supongo, conmigo en la supina gilipollez de obligarnos a consultar un aparatejo que nos indique cuándo movernos o sentarnos, y de su existencia… La decadencia del ser humano en estado puro.

            En segunda, el Senado español. La referencia constitucional a su función de cámara de representación territorial de esta simpática gilipollez, relega su regulación a la normativa ordinaria. En intención quedó la cosa. Su configuración de segunda Cámara de las Cortes condena su poder de decisión, subyugado por la fuerza definitiva del Congreso de los Diputados. Ninguna enmienda incorporada o sugerida por el Senado vincula al Congreso. De esta forma, ¿cuál es la utilidad actual del Senado? Francamente, ninguna. Todo se reduce a un par de centenares de conciudadanos, quienes, como buenos españoles, cobran una mensualidad generosa por no hacer nada práctico, siquiera acudir a la Cámara. Cumpliendo su verdadera labor de representación territorial, tendría un pase, si bien su número de miembros seguiría resultando obsceno. No es así. Si acaso, procuran estar todos sentaditos cuando pasa por allí la tele durante la sesiones de control, dispuestos a aplaudir o abuchear al unísono a favor o en contra del ministro o presidente de turno. Asamblea de papel mojado auspiciada por una generación de políticos pancistas.

            En primer lugar, ganador de la presente serie, el palo de autofotos. El puto palo de selfies, para los pánfilos. No creo necesario derrochar provecho de teclas. Si la tontuna de autofotografiarse constantemente no fuera bastante, aparece el gilipollas que tira de palo, concediéndole toda su extensibilidad, para enganchar el teléfono móvil y aplicar perspectiva. ¿La humanidad precisaba de tamaña payasada? ¿Urgía en serio?

            Y es que, detrás de la gilipollez, apuntaba al principio, hay un autor gilipollas. A su lado, concluyo, cual sempiterno idólatra meapilas, otro gilipollas que la adquiere.

 

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